Charles Bukowski y la locura siempre anduvieron juntos. Se conocían bien. En uno de sus poemas contaba que no son las cosas importantes las que llevan a un hombre al manicomio, sino una serie continua de pequeñas tragedias, la que es capaz de hacerlo. Un enjambre de trivialidades. Una rueda pinchada. El carburador. El carné conducir caducado. Las multas por exceso de velocidad. El interruptor de la luz roto. El recibo del teléfono que sube y la Bolsa que baja. La cadena del baño estropeada. La gente que insiste que son amigos tuyos. Los grifos que gotean. La Navidad. De pronto dos luces rojas en tu espejo retrovisor. Un dolor de muelas. El cordón de un zapato que se rompe cuando tienes prisa. Eso es. Con cada cordón de zapato que se rompe, de entre cien cordones de zapatos que se rompen, un hombre o una mujer van a parar al manicomio.
Y eso que Bukowski nunca estuvo en Valdepeñas. Ni vio un partido de fútbol sala. Porque si lo hubiera visto, lo hubiera incluido en su lista de pequeñas tragedias capaces de llevarte a un manicomio. Porque algunos partidos de Valdepeñas son precisamente, ese tipo de pequeñas tragedias. Y el de Elche fue uno de ellos. Porque Valdepeñas no se había bajado del autobús, y aquello ya ponía los pelos de punta. Aquello estremeció el alma y humedeció los ojos. El pasillo que habían formado los locos de azul. Con el humo azul. Con los globos azules. Alguno blanco. Y los jugadores desfilando. Y el cuerpo técnico también. Y luego la esquina. La del pabellón. Maravillosa. Con las mismas canciones, con los mismos tambores de siempre. Y el partido. Cruel y angustioso. Porque no hubo tranquilidad. Nunca. Ni cuando Valdepeñas se adelantó en el marcador. Porque el empate podía llegar en cualquier momento. Ni cuando Valdepeñas disfrutó de un 5×3 a falta de un solo minuto. Un minuto brutal. Porque fue Elche quien tuvo mayor posesión. Porque fue Valdepeñas quien tuvo que defenderse. Porque aquello no tenía sentido. Y menos lo tuvo cuando a falta de 12 segundos, fue Elche quien marcó. Increíble. Aquello fue como morir. La grada estaba muerta. El banquillo estuvo muerto. Y los jugadores tuvieron que sacar de centro. Y jugar. Tuvieron que jugar cuando estaban muertos por dentro. Pero creyeron. Y tuvieron, esta vez sí, la posesión. Y dispararon. Y marcaron en el último segundo. Pero estaban todos muertos. Por eso el gol casi ni lo celebraron. Y luego el final. La deslealtad de un jugador de Elche. Las lágrimas de Kike. Las de la grada. Aquella tarde, todos enloquecimos un poco.
Ha costado digerir aquello. Y la semana ha sido muy larga. Cada vez se hacen más largas. Porque cada vez deseamos que acaben antes. Y esta, por fin acabó. Y este sábado, por fin, el partido de Antequera. No hay nada nuevo que contar sobre UMA. Que es la sección de fútbol sala de la Universidad de Málaga. Que solo quedan tres de los del ascenso directo a Primera. Los tres malagueños, Crispi, Óscar y Miguel. Que solo ficha jugadores universitarios. Con talento, pero que solo han jugado en Tercera y Segunda B. Que por eso a UMA, por momentos, le ha faltado confianza, experiencia. Por eso lleva toda la temporada en puestos de playoff. Que no es poco. Pero podía haber estado un poco más arriba. Tiene el ascenso directo a siete puntos y quedarse sin playoff a seis. Por eso, sin ninguna duda, competirá hasta el último suspiro. No podrá hacer otra cosa.
Manuel Luiggi recuerda al maestro de toda la vida. Al maestro a punto de jubilarse. Que iba al colegio en traje y corbata. Que su sola presencia, infundía algo a medio camino entre el respeto y lo entrañable. Que ya lo había visto todo. O casi todo. Y que por eso, ningún alumno lo iba a poner nervioso. Pero Manuel Luiggi es el entrenador de UMA. Lo lleva siendo 23 temporadas. Y es una autoridad moral en el club. Pasó media vida en Torremolinos. Allí trabajó de botones en un hotel, de administrativo, en una ferretería. Allí jugó al fútbol sala. Pero está enamorado de Málaga. Su ciudad. Por eso, no deja que pasen dos días sin pasear por la calle Larios. A Manuel Luiggi le gusta leer bajo una sombrilla en la playa. Y aún recuerda los manojitos de boquerones que hacía su madre. Nieto de músico italiano. Hijo de cantaor flamenco. Apasionado del flamenco, de las soleares, sobre todo. A Moli, que es como le conocen en el fútbol sala, le gusta mirar al jugador a la cara. Hablar de sus problemas. Tutear y que le tuteen. Así hace con Miguel Fernández y David Velasco. Dos nombres para fijarse. Merece la pena. Miguel lleva el número 15, tiene 24 años y es de Granada. Juega de pívot y es el que hace los goles en UMA. Un tipo temperamental. Seguramente, le veamos desesperarse en el banquillo, si cuando se sienta, las cosas no le hayan salido como él desea. Que no es otra cosa, que recibir de espaldas, pelearse con el cierre de turno y darse la vuelta. Si lo logra, será muy peligroso. Ya lo vimos en la primera vuelta. Ya sabemos cómo suelen acabar esas jugadas. David lleva el 8, tiene 20 años y es malagueño. Davilillo le llaman cariñosamente en el vestuario. No saldrá en el cinco inicial. Tampoco es importante. Este jugador es talento. Velocidad. Imaginación. Y cuando se dan las tres cosas en una jugada, aparecen cosas distintas. Ya lo vimos en la primera vuelta. Ya sabemos cómo suelen acabar esas jugadas.
Este sábado es el día. Puede ser el día. El día que nunca imaginaron que podía llegar, cuando a mediados de un mes de junio, Luis Palencia y Antonio Lérida tramaron crear un club de fútbol sala. El día que nadie imaginó que iba a llegar, cuando Instalaciones 1º Julio ascendió a Plata. El día que nadie imaginó que iba a llegar, cuando a Massey Ferguson, le pitaron el doble penalti de Torres de la Alameda. Este sábado, es el día que se escapó en Brihuega. El día que todos rozaron con los dedos en Elche. El día que desde hace meses, mientras se sucedían las siete victorias consecutivas, todos han estado esperando. Y ha llegado. El día en el que solo se necesita una victoria. Solo una. Aunque sea por un gol. Solo eso. Que no es poco. Tal vez ahora, las siete victorias seguidas, adquieran su verdadero valor. Porque a veces, tienen que llegar los empates y las derrotas, para valorar las victorias. Es así. Por eso, porque el partido de Antequera puede ser el más maravilloso que nunca jugó Valdepeñas, el Virgen de la Cabeza se llenará. Rebosará. Para vivirlo. Para no olvidarlo nunca. Para recibir con una ensordecedora pitada a Antequera cuando salga a calentar. Para que en cada posesión suya, parezca que el mundo se les cae encima. Hasta que el miedo les suba por los brazos. Hasta que les tiemble el alma. Como si el maldito infierno subiera por las paredes del pabellón. No será nada personal. Solo deporte. Los locos de azul saben cómo hacerlo. Saben llevar al Virgen de la Cabeza hasta la locura. Porque en esa locura, hay algo de placer que solo ellos conocen. Que solo ellos sienten. Y será entonces, todos juntos, jugadores y afición, cuando hagan que cualquier cosa parecerá posible. Hasta el último segundo. Hasta el último suspiro. Porque allí nadie se va a rendir. Será imposible. Y cuando el partido acabe. Habrá que esperar. Que no gane Burela. Solo eso. Todo saldrá bien. No podrá ser de otra manera.
