Carlos Muñoz de Luna / Lanza
Te hacen unos análisis rutinarios en el centro de salud, más tarde una radiografía y por último un escáner, sólo por si acaso, ¿eh?, usted tranquilo, no se preocupe, te dicen. Luego el médico mira los resultados y suelta: “Sí, sí, es cáncer. No hay duda”. Y el mundo (la inmensa bola del mundo, literalmente) se te viene encima.
Estas trabajando tranquilamente como has hecho los últimos veinte años y recibes un sobre con el membrete de tu empresa. Lo abres y resulta que estás despedido. Y piensas que, conforme está la cosa, no vas a encontrar otro empleo en la puta vida. Por tu cabeza, a la velocidad del rayo, pasa entonces la sucesión de los inevitables acontecimientos futuros: de momento dos años o así cobrando el paro; luego habrá que ir tirando de los ahorros; cuando éstos se acaben pedirás ayuda a la familia y luego a las administraciones (ah, no, ni siquiera: olvidaba los ‘ajustes’) y a las instituciones de beneficencia; perderás tu piso y vivirás en el coche si no lo has vendido ya. Finalmente se hará realidad lo inconcebible, lo que nunca imaginaste: la mendicidad. Y/o la delincuencia.
Cáncer, infarto, paro, desahucio, pobreza… Hay palabras que te aplastan con solo imaginar lo que significan. Si te tocara vivirlas en primera persona, sería como un tsunami que se lo llevara todo de golpe. El fin.
Sin embargo, no es así. C. S. Lewis cuenta en “Una pena en observación” (en la que se basó la maravillosa película “Tierras de penumbra”) la enfermedad de su mujer, un cáncer de huesos que acabó con su vida después de un largo proceso. Lewis dice que, en realidad, uno no se enfrenta al Cáncer con mayúsculas, como si fuera una única cosa enorme, paralizante e imposible de asumir, sino a la sucesión de los días que pasan con la enfermedad a cuestas. Y en esos días hay dolor, miedo, lágrimas, pero también hay mejorías, rayos de esperanza, momentos de paz y de tranquilidad, incluso de felicidad. Y todo ello sin dejar de tener la muerte en perspectiva como posible final. Lewis llega a decir que algunos de los días más felices que vivieron juntos tuvieron lugar durante la enfermedad.
Yo no he tenido cáncer, pero sí he estado en el paro. Salvando las distancias con una dolencia grave, tener trabajo y perderlo es una catástrofe devastadora. En mi caso, se esfumó de golpe toda la autoestima. Me sentía humillado, ridículo, inútil. Como dice la canción, la vida seguía sin mí. Para colmo, debía tratar de vez en cuando con un funcionario del INEM que era un auténtico borde, un animal. Aquel hombre, a quien Dios confunda, parecía disfrutar humillando aún más a las personas sin trabajo que hacían cola delante de su mesa. Si son necesarios recortes en la administración habría que empezar por gentuza como él.
Pero, a pesar de estar hundido, de apenas tener fuerzas para levantarme cada mañana, el día a día seguía trayendo cosas buenas: algunos amigos me llamaban para darme ánimo y hasta me mandaban ofertas de trabajo; mi hija, de sólo dos años entonces, me hacía reír constantemente; y mi mujer y mis padres y mis hermanos estaban conmigo.
Ojalá Dios no nos mande todo lo que podemos soportar, reza el dicho, porque, ciertamente, el ser humano es capaz de aguantar lo indecible. Basta con recordar Haití, el país más pobre del mundo aun antes del terremoto.
Puestos a aguantar, incluso el infierno puede llegar a ser llevadero. Julian Barnes (“Una historia del mundo en diez capítulos y medio”) cree que por mucho que quemen las llamas en las calderas de Pedro Botero y por muy dolorosos que sean los latigazos de Satanás en persona, si sabemos que el sufrimiento va a ser eterno no tardaremos en acostumbrarnos a él. Al final -quizá después de unos pocos siglos- el fuego, los golpes, la tortura, el olor a azufre serán sólo una molestia menor, como dormir en una cama dura o como soportar al niño del vecino tocando el tambor a deshora. Y no faltará quien pida una manta para pasar la noche.
He escrito todo esto pensando en la brutal crisis económica que nos consume, aunque no sé si para quitarle importancia o para todo lo contrario. En cualquier caso, parece seguro que aún viviremos días peores. Ojalá nos queden fuerzas para soportarlos, porque los augurios son pésimos en todos los sentidos: estamos entrando en una nueva recesión, o sea que seguirán cerrando empresas y las cifras del paro, ya de por sí intolerables, no van a dejar de crecer. Y esto en el mejor los casos. En el peor, además de lo anterior, no sabemos qué pasará con la deuda y la prima de riesgo; si resistirá el euro y si la mismísima UE no se irá al carajo. El futuro inmediato se nos presenta indeciso entre lo rematadamente malo y lo peor todavía, así que estoy de acuerdo con los ya ancianos y reumáticos New York Dolls, que en 2006 tuvieron la lucidez de grabar un disco titulado “Algún día echaremos de menos incluso esto”.
