Los periodos de cuarenta días jalonan la vida de Jesús. Al comienzo de su vida, debe ser presentado en el templo por sus padres cuarenta días después de nacer: es la ofrenda del primogénito, porque toda vida le pertenece a Dios. Más adelante, en los comienzos de su vida pública, Jesús pasará cuarenta días en el desierto después de ser bautizado en el río Jordán por Juan el Bautista. Por fin, según el libro de los Hechos de los Apóstoles, Jesús permaneció cuarenta días con sus discípulos después de resucitar para seguir instruyéndolos sobre el Reino de Dios; este periodo final termina con la Ascensión del Resucitado a los cielos.
El número cuarenta, por tanto, no es solo la cifra de la Cuaresma ni tiene como referente solo el desierto; cuarenta días duró también el diluvio que asoló la tierra en tiempos de Noé.
Las cuarentenas de Jesús siempre están relacionadas con un momento importante de revelación. En los comienzos, la cuarentena culmina en el templo de Jerusalén, el lugar simbólico donde Dios habita. El templo será siempre la meta de Jesús, también en su adolescencia y, sobre todo, en su vida pública. Los cuarenta días son aquí un camino temporal que conduce a la consagración, a la explicitación de la pertenencia de este niño a Dios. Los padres no se apropian del hijo: lo conducen a su verdadero origen, a su verdadero Padre.
Más tarde, en los comienzos de la vida pública, la cuarentena está relacionada con el Bautismo de Jesús; también ahí se nos revela como Hijo de Dios, primogénito suyo, perteneciente a él. De nuevo, se nos va revelando el misterio más íntimo de esta persona: su filiación divina. Pero, en este momento bautismal, se vuelve a repetir la desapropiación; ahora, es el mismo Dios quien no se queda con su Hijo, quien lo ofrece: empieza la misión de Jesús entre los hombres, comenzando por su difícil paso por el desierto y la tentación.
Las cosas dan un giro radical: ya no es el hombre quien se desprende de su fruto para ofrecérselo a Dios, su verdadero dueño, sino que es Dios mismo quien se desprende del fruto eterno de su paternidad para ofrecérselo al hombre. El número cuarenta tiene que ver con un tiempo de ofrenda y expropiación.
Al final de su misión, por fin, después de resucitar, Jesús vive con sus discípulos una nueva cuarentena. Siempre encontramos a Jesús en relación con algunas personas que son testigos de su misión: sus padres, Simeón y Ana, en los comienzos, Juan Bautista en el desierto y, ahora, los discípulos que van a ser enviados.
Si la primera cuarentena era un camino hacia el templo, esta tercera culmina en el cielo, el verdadero templo donde Dios habita realmente. Al principio, Dios nacía, salía de los cielos, para hacer su entrada en el templo físico de los hombres; ahora, al final, Dios hecho hombre resucita para la vida eterna, el hombre entra en el templo espiritual y real de Dios.
Por otro lado, esta tercera cuarentena también está relacionada con la segunda: si después del Bautismo venía el desierto, después de la Resurrección llega la instrucción de los discípulos. Si aquella significaba el comienzo de la misión de Jesús, esta última significa el comienzo de la misión de sus discípulos.
También en esta tercera cuarentena tenemos un ejemplo de expropiación, doble en este caso. Por un lado, san Lucas, al relatar la Ascensión al final de su evangelio, nos dice que Jesús «es ofrecido» al cielo, con el mismo verbo con que se definen los sacrificios: como María y José antaño, los discípulos tienen que dejar que Jesús le pertenezca a Dios, deben participar de su ofrenda definitiva al Padre. Recordemos lo que Jesús le pide a María Magdalena en el cuarto evangelio: no me retengas, porque tengo que subir al Padre.
En segundo lugar, Jesús mismo tiene que desapropiarse de sus discípulos: serán enviados al mundo, más allá de Galilea y del templo, para que la pertenencia a Dios se extienda por todos los rincones de la tierra.
Cuarenta días como pedagogía de nuestra pertenencia verdadera.