Al salir de la tierra de la esclavitud, cuarenta años antes, también habían celebrado la misma fiesta, la Pascua, habían comido el cordero para que su sangre los distinguiera y salvara; habían comido hierbas amargas para recordar los tiempos sufridos, que ahora tocaban a su fin; comían pan sin levadura para dejar atrás todo lo viejo y comenzar algo nuevo, confiandos en las promesas que venían del desierto y del pasado.
La Pascua, el “paso”, sirve para iniciar y para culminar la gran epopeya del éxodo. De esta forma, queda subrayado, para todas las edades, que Israel es un pueblo “de paso”, un pueblo en camino, que siempre debe estar pasando de la esclavitud a la libertad, que siempre tiene que estar dispuesto a dejar atrás las levaduras que nos aprisionan para poder fabricar el pan nuevo de la autonomía, de la madurez.
¿No es esto mismo la Cuaresma que celebramos los cristianos? Paso, camino, lucha por la libertad, hierbas de amargura que se deben comer hasta el final, pan ázimo que nos apresura a mirar hacia adelante para no quedar prisioneros en la duda.
En el fondo de este itinerario o paso del pueblo de Israel, de este éxodo o salida, está el paso de Dios por Egipto, el éxodo que Dios ha hecho desde sí mismo para visitar el sufrimiento del pueblo oprimido. Dios pasa por la historia del pueblo para liberarlo, pasa por sus casas, visita sus tradiciones, redimensiona sus fiestas, toca sus vidas para darles una nueva trascendencia.
Israel por el desierto
Un camino muy parecido al que realizó Israel por el desierto, desde las lejanas tierras paganas de Egipto, es el que realizará el hijo pródigo de la parábola. También él nació en el hogar, también él estaba cargado de promesas por ser hijo y hermano; pero se marchó un día. Israel bajó a Egipto porque tenía hambre; el hijo menor se fue a un país lejano porque tenía hambre de placer, de libertades, de exprimir su tiempo y su cuerpo hasta el fondo. En un momento, cuando la comida escasea y el cansancio nos puede, Dios visita nuestras vidas, pasa por el corazón y da una nueva luz a los actos. El hijo supo ver este paso, supo recapacitar y se vio invitado a realizar él mismo el gran paso de su vida, el regreso a su verdad más radical. Se puso en camino, realizó su propio éxodo, comprendió que era posible salir del fango en el que le había hundido su propia prepotencia.
Regresó a casa y el padre se llenó de felicidad. Su humillación se convirtió en exaltación; su lejanía, en abrazo; su penuria en dignidad de anillo y nueva túnica; su hambre, en banquete de celebración.
Como Israel recién llegado a la tierra prometida, que celebra la Pascua y come los frutos de la tierra que es hogar: también el hijo llega y come, en el hogar, junto al padre.
El hambre le hizo recapacitar; la comida le devuelve la comunión y la dignidad de hijo, a la espera de que también su hermano se atreva a entrar para reconstruir la comunión plena.
El pan, clave de nuestros mejores sueños
También nosotros creemos que el pan es la clave de nuestros mejores sueños y nuestros caminos errados. Por eso, vamos aprendiendo a mirar a los hambrientos; por eso, ayunamos para hacer experiencia de la lejanía de Egipto, de la tierra de los cerdos, del hambre sin hogar; por eso, sobre todo, celebramos la Eucaristía: es el pan de la libertad, de la tiera prometida, de la meta que se adelanta al camino; es banquete que el Padre nos prepara para ungir nuestro pecado y limpiar nuestra historia; es comida abierta, en espera del hermano: queremos que él también entre y comparta tanto amor gratuito.