«La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto, y comí». Es la respuesta que Adán dio a Dios para justificar su pecado. Desde Adán hasta hoy, todos buscamos chivos expiatorios para no afrontar la propia culpa, siempre son los demás los responsables de todo lo malo que nos sucede. En muchos casos, buscamos a los culpables en las personas más cercanas: «la mujer que me diste como compañera», los hijos, los padres, el marido, los hermanos, los compañeros de trabajo…
Fijémonos en el gesto de Eva que Adán denuncia: extiende la mano para ofrecerle un fruto apetitoso del que ella ya ha gustado. Cuando pecamos, ¿no pensamos quedar un poco justificados si otros también pecan con nosotros? «Mal de muchos, consuelo de tontos» dice nuestro refranero.
La mano extendida para ofrecernos un manjar apetitoso: este gesto, que simboliza la extensión del pecado original, ¿no se ha convertido en la clave de la propaganda en la sociedad del bienestar? ¿Qué son los anuncios sino mano alargada para ofrecernos todo tipo de frutos que nos prometen una vida placentera y sin responsabilidades?
¿Buscaba Eva el bien de Adán? ¿Buscaba la serpiente el bien de la pareja originaria? ¿Qué buscan quienes nos ofrecen todo tipo de parabienes, nuestro bien o su propio interés?
Más tarde, Eva se da cuenta de que ha sido engañada por la serpiente. El mal solo puede seducirnos por la vía del engaño, porque el hombre está bien hecho y tiende siempre hacia el bien. La mentira es el medio por el que la tentación nos puede vencer. La serpiente ofrece lo que no puede dar: «No moriréis»; pero es algo que el ser humano ansía y quiere conseguirlo con sus propias fuerzas.
¿Cuál tendría que haber sido la respuesta de Adán al ofrecimiento de Eva? Sabía cuál era la voluntad de Dios, pero prefirió la respuesta inmediata y fácil a la responsabilidad profunda y esforzada. Saber decir que no a las propuestas inmediatas desde las convicciones profundas de nuestro corazón: ahí reside la verdadera libertad.
Dios no solo había prohibido a Adán comer del fruto de aquel árbol, también le advirtió sobre las consecuencias de su desobediencia: «Morirás sin remedio». La serpiente, en cambio, promete lo contrario: «Vivirás para siempre, vencerás la muerte». ¿Por qué se fían Adán y Eva más de las promesas de la serpiente que de la palabra de Dios?
A muchos de nuestros adolescentes –y a otros que no son adolescentes– les sucede algo parecido: hacen caso a las seducciones de personas extrañas antes que a los consejos de sus propios padres. ¿Quién los quiere más, sus padres o el extraño que le ofrece la seducción de romper las normas? ¿Por qué nos cuesta tanto fiarnos de quienes nos aman? ¿Por qué, desde Adán y Eva, nos cuesta tanto fiarnos de Dios?
Necesitamos, con Adán, aprender a decir no; necesitamos superar la inmediatez de lo que se presenta apetitoso para construir una vida de libertad, desde las convicciones profundas de nuestro corazón.
Necesitamos, con Adán y Eva, aprender a distinguir las voces seductoras de la mentira. Necesitamos, por encima de todo, volver a confiar en Dios, en el Padre, en su palabra veraz. Solo cumpliendo su voluntad –como les dijo Jesús a los familiares que le buscaban– podemos acertar en el camino y formar parte de su familia.
También estamos llamados a aprender, con Eva, a no extender nuestra mano para convertir a los demás en cómplices de nuestro propio pecado. El Tentador se sirve a menudo de nosotros, sobre todo cuando queremos justificarnos, para tentar a los demás.
Una de las claves del amor al prójimo es no buscar su mal, no utilizarlo para justificarnos, no invitarle a sucumbir a la tentación.
Jesús de Nazaret nos invita a aprender a extender la mano para sostener al hermano, para ofrecerle nuestro propio corazón, no frutas envenenadas que otros nos han hecho comer con engaño.