Alejandro Magno quiso que el filósofo Diógenes —que había renunciado a sus propiedades, vivía en la calle y dormía en una tinaja—, le adulara. Se acercó a él y le dijo que le concedería lo que le pidiera. Diógenes, que dormitaba en el suelo, se incorporó un poco, vio la comitiva real y dijo: «Te pido que te apartes, porque me tapas el sol». Otro filósofo, que vivía lujosamente gracias a que daba coba a un tirano griego, le dijo a Diógenes: «Si aprendieras a ser sumiso al rey, no tendrías que comer esa basura de lentejas». A lo que le replicó el filósofo: «Si tú hubieras aprendido a comer lentejas, no tendrías que adular al rey».
La dignidad que mantuvo este filósofo ante los poderosos y ante quienes los adulaban sin contención le permitió tener el reconocimiento moral de aquellos que se negaban a rendir pleitesía y sumisión a los tiranos de la Grecia de su tiempo.
La situación actual en nuestro país tiene un cierto tufillo a lo que recoge esta anécdota de la antigua Grecia. Muchos tertulianos, —a quienes el gobierno ha regado con generosidad, directa o indirectamente, con dinero público—, actúan como un ejército de mercenarios de la opinión pública al servicio y en defensa de los intereses gubernamentales, justificando sus indefendibles actuaciones públicas, incluso utilizando maniobras de distracción para no informar sobre determinados hechos con el rigor que merecen los ciudadanos.
Los gobernantes quieren hacer ver como conciliadoras medidas que solo benefician a unos pocos a los que, con esas decisiones arbitrarias, se les estimula para seguir cometiendo actos contrarios a los principios democráticos y a la igualdad entre todos los españoles. Y con el mismo argumento gubernamental estos colaboradores cumplen con el deseo de los poderosos de hacer de la necesidad virtud ocultando sus propios intereses y preocupaciones personales.
Hoy muchos de los que ostentan el poder tienen la tentación de querer perpetuarse en él. Lo desean para mantener los privilegios que ello les reporta o para intentar tapar sus miserias. A veces lo hacen para que se diluyan las pruebas incriminatorias contra ellos y sus allegados. Esperan que prescriban las acciones que se pueden ejercer contra ellos para ser impunes. O preparan un corpus jurídico ad hoc que les exima o dificulte la imputación por sus acciones menos ortodoxas. Y, si hace falta, indultan o amnistían a los condenados.
Algunos de quienes apoyan a los poderosos, si el argumentario oficial es pobre o insuficiente para convencer a la opinión pública, ellos lo enriquecen, lo maquillan y hasta suplantan a sus autores que —por exceso de trabajo, por ineptitud manifiesta o por la falta de convencimiento personal—, no han sabido hacer llegar el mensaje que querían.
Durante bastante tiempo se ha demonizado a los periodistas de investigación que denunciaban las tramas de corrupción de nuestros gobernantes. Pero cuando han aparecido los últimos informes de la UCO —respetados por todos—, que en gran parte corroboran lo investigado por estos profesionales, se ha comenzado a dignificar su trabajo. Aunque algunos de ellos se vieron sometidos al menosprecio de sus propios compañeros.
En algún caso, estos profesionales se han enfrentado a demandas judiciales de todo tipo, aunque casi ninguna ha prosperado. Mientras que quienes han actuado al servicio de los poderosos han gozado de todo tipo de privilegios, pero renunciando, eso sí, a la veracidad o al rigor que recoge el código ético de su profesión. Y lo más grave de todo es que han puesto en cuestión su independencia al apoyar a quienes los financian.
Hace unos días el hispanista irlandés afincado en España, Iam Gibson, decía, —en relación con la corrupción que parece acorralar al partido del gobierno—, que «España es el país de la picaresca»; «la corrupción está en el pueblo y en los políticos»; o «este país lleva siglos arrastrando la corrupción». Pero él no lo decía como crítica, lo hacía para constatar una realidad que lo destruye personalmente y lo deja con el alma por los suelos, según su relato.
La sociedad española tiene que tener memoria de lo que ha sido nuestra tradición histórica sobre esta cuestión. Desde Fernando VII la corrupción siempre ha estado presente en la política española. En todas las formas de Estado —monarquía absoluta, liberal o parlamentaria; en periodos republicanos; o en las dictaduras—. Y ha estado en la mayoría de los gobiernos que hemos tenido desde hace más de doscientos años.
Aunque la inexplicable amnesia del pueblo español no puede servir de excusa para que sea impune. Es necesario erradicarla de una vez por todas.
Hoy es difícil desligar la sumisión a gobernantes corruptos de algunos ciudadanos por motivos ideológicos o sentimentales que son tan complicados de defender como difíciles de argumentar. Y se puede entender, aunque no justificar, a quienes por intereses personales los apoyan. Pero a quien ha probado determinados manjares no le gustan las lentejas, como le ocurría al filósofo griego.