Relato unas breves memorias de un niño de nueve años sobre la feria de agosto de Valdepeñas, pero no como un niño más que la visitaba, sino como uno que realmente vivía dentro de la feria.
Sí, desde las ventanas de mi casa se divisaba todo: la traca, los chiringuitos, bares, las atracciones, los bailes, los puestos de turrón, los puestos de juguetes.
El olor inconfundible del florecimiento de los aligustres pegados a mi casa, era la señal de que la feria se aproximaba. Este olor todavía se mantiene, aunque también le ha afectado el cambio climático, y se ha adelantado varias fechas.
A últimos del mes de julio (aproximadamente para el día 25, día festivo entonces, del Patrón Santiago Apóstol), comenzaba todo el trajín, se empezaban a colocar los postes de madera para colocar los arcos de luces (recuerdo a un tal Francisco, electricista del ayuntamiento, con su escalera de libro gigante con ruedas). El destartalado camión de riego de color rojo ¿camión de bomberos?, regaba la polvorienta tierra de la calle. Los feriantes empezaban a llegar, y comenzaban a montar las atracciones, puestos, chiringuitos, etc. Recuerdo todavía el olor a grasa cuando montaban el látigo.
El día 31 se colocaban los fuegos artificiales, “la traca”, o como ahora se llama a esta disciplina, la pirotecnia. Se quitaban varios adoquines de la explanada del Bar Express, y se colocaban los postes con las ruedas de fuego, y detrás varias líneas de tubos de los cohetes gordos (palmeras), y las hileras de los cohetes de relleno (castillos).
A las 0.00 horas del día 1 de agosto llegaban los gigantes y cabezudos, se apagaban todas las luces y comenzaba “la traca”. Todo esto se realizaba de forma manual por varios operarios que llevaban una especie de bengalas, no como ahora que todo va sincronizado por un programa de ordenador que es el que enciende los cohetes. El espectáculo de luz y sonido desde mi privilegiada ventana era inenarrable. Los cohetes subían muchos metros por encima de las Bodegas Bilbaínas y, posteriormente, las cañas caían en todos sitios, hasta en las camas de mi casa.
La feria empezaba en el Paseo de la Estación, repleto en toda su longitud de puestos de turrón, juguetes (como recuerdo las pistolas que disparaban una flecha con una ventosa que se pegaba en las puertas y paredes, y las espadas de plástico), bisutería, etc., aunque el verdadero recinto ferial, era mi calle, la Feria del Vino.
En la esquina de mi casa se colocaba la vendedora de berenjenas, cuyo olor a vinagre llegaba a mi casa por la ventana de la salita. Frente a la puerta del bloque, y al lado del “kiosko” de cartón piedra verde de “La Paca”, se instalaba una horchatería que todos los años venía de Valencia, y con los que mi madre había establecido una gran amistad. También debajo de otras ventanas se colocaban sendas tómbolas, que hacían insufribles las noches. Delante del único jardín -del descampado que en esa época era la Feria del Vino- se colocaba el bar Alaska, con sus insuperables pinchos morunos.
A continuación todo tipo de atracciones: los caballitos (tío-vivo), los coches eléctricos, la noria, el trenillo (tren de la bruja), el látigo, etc. Atracciones poco sofisticadas, comparándolas con las que hay hoy en día. Del trenillo, lo que más me viene a la memoria, son los malabarismos que realizaba “la bruja” con la escoba.
Al final del todo se colocaba el circo, del que mi madre nos decía que no nos acercásemos, ya que una vez se había escapado un león.
Existían también dos salas de baile (¿la de los ricos y la de los pobres?), aunque yo con esa edad no podía entrar.
También recuerdo las penurias que pasaban los feriantes, todos días expuestos al calor tórrido del mes de agosto, con una mísera sombra de los árboles existentes. Con varios de ellos habíamos establecido amistad con el transcurrir de los años. No tenían servicios higiénicos, y se abastecían de agua potable, desde unos grifos que unos días antes instalaba el ayuntamiento.
Igualmente recuerdo como a las 2 de la tarde (que era la hora en la que mi padre venía a comer), mi casa se llenaba de feriantes enfermos, para que les pusiese una inyección. Después del pinchazo -creo que porque no les cobraba- casi siempre nos regalaban un montón fichas para montar en los coches eléctricos, o en el tren de la bruja.
Los días iban pasando, y en alguna ocasión alguna tormenta veraniega refrescaba el ambiente.
Y llegaba el final, vuelta a desmontar las atracciones, bares, puestos, y también los arcos de luces, y la calle volvía a la oscuridad de siempre (algo parecido a las luminarias de led que luego nos instaló el ayuntamiento por el tema del ahorro energético), a jugar a los partidos de fútbol con los amigos del barrio, y a sentarnos por la noche en la puerta de la calle, con la visita del sereno Serafín y su “chuzo”.
Con la construcción en 1972 del colegio “Jesús Castillo”, se perdió prácticamente el 50% de los terrenos disponibles para la feria, lo que la llevó a su fin.
Después hubo otras muchas: en el Parque Municipal, en el Polígono Industrial, en el Canal, en la Avenida del Sur, detrás del Parque del Este, en la zona Norte, pero para mí ya no ha sido lo mismo.