Mi pueblo antes de ser global era limpio en las calles. Éramos sencillamente pueblerinos y a pesar de carecer de papeleras no se tiraban botellas en las calles ni se dejaban los botellines y botes de refrescos y latas de conserva vacía en los dinteles de ventanas y poyetes de las puertas. Tampoco los excrementos y orines de los perros ensuciaban los pies de las farolas y todas las esquinas aparecían negras de suciedad canina. Tampoco teníamos que decir a los niños que mirasen hacia abajo para evitar pisar inmensas cacas y, algunas más pequeñas, de los amantes de los perros. Entonces éramos gente de pueblo sin presumir de saberes y ornamentos nos apartábamos para dejar pasar a los ancianos, y a los niños les reservábamos el sitio protegido de la pared de adentro de la acera. No había vomitonas en las calles y a los bebedores excesivos de bebidas alcohólicas no les reíamos las gracias ni los admirábamos porque consumieran otras drogas. Éramos ignorantes y por eso no tirábamos papeles y bolsas en la calle. Aquello, ahora, es una vieja historia que casi nadie dice y recuerda porque somos una aldea global en el mapa del mundo.
En verano aquella gente pueblerina se sentaba en las puertas sin miedo a ser intimidado por desconocidos o le robara la dignidad de ser un ciudadano libre en cualquiera de estos pueblos semejantes al mío. Jamás en las fachadas se tenían placas anunciadoras de protección privada como ahora; las placas en establecimientos y casas son las alambradas de la gente más civilizada. La plaza era el corazón del pueblo. Por ella pasábamos a pie o en coche y hasta los viejos que se fueron muriendo, dejaban dicho a sus familiares que el último paseo, antes de llegar al cementerio, el coche fúnebre pasara por la plaza con sus huesos dormidos y tiesos.
A la plaza de mi pueblo le han cambiado su cara en los últimos ciclos con la ilusión de embellecerla los ediles que nos vienen gobernando, y nosotros, todos, nos hemos quedado mirando esas curiosas novedades porque seguimos siendo gentes de pueblo. Y ¿cómo vamos nosotros a poner una coma y un punto a los proyectos municipales; a ellos, tan sabios y concisos para el bien ciudadano? Merodea la gente alrededor de comentarios y dicen y predicen lo que no son capaces de decir a las claras. La plaza que ayer era vereda y camino de bestias con su carga, se nos ha convertido en jardín versallesco. Y no pasaran los muertos por ella para decirle adiós, porque hasta la muerte se enmascara y nos reímos de ella creyendo que no nos llegará.
Este verano en mi pueblo, llamado Tomelloso, la novedad ha sido las obras de la plaza, será la primicia de agosto en los pequeños anales históricos del pueblo y el broche final para el verano cuando llegue septiembre. Y cuando contemos como era, volveremos a buscar en las fotografías aquella imagen que nos fueron cambiando. Sólo la razón de la mudanza queda en que nosotros, ahora somos una aldea global y compartimos bancos, fuentes, árboles y acerados con culturas distintas de gentes que han llegado a sentarse en la plaza. Habitamos espacios con los que han llegado pero no hay cimientos de vecindad aún. Al Hombre le es difícil cambiar como se cambian las plazas de los pueblos. Penosa realidad la de salir de casa para poder vivir. Buscar en ese laberinto de inciertos horizontes no siempre es fácil para la convivencia. Las plazas de los pueblos han sido lugar para el encuentro, ojalá que la de mi pueblo, con su cara cambiada, sirva para ello.
La lumbre del verano no siempre calienta el corazón humano.