Algo parecido sucede con Pentecostés, cincuenta días después de Pascua: es una fiesta judía, que celebra el don de la Ley en el Sinaí; pero ha sido asumida por los cristianos porque, en el año de la muerte de Jesús, la fiesta judía de Pentecostés coincidió con el envío del Espíritu de Jesús resucitado, el gran don y la nueva ley de los creyentes en el Padre de Jesús.
No sucede lo mismo con la Ascensión. No es una fiesta judía, es una conmemoración propia del cristianismo, entre las fiestas de Pascua y Pentecostés. En el fondo, se trata del quicio histórico y teológico entre la Pascua de Jesús y la llegada del Espíritu en Pentecostés.
Me gustaría subrayar la importancia literaria de la Ascensión. Tenemos dos relatos de este acontecimiento en el Nuevo Testamento; ambos, de san Lucas. El evangelista médico escribió una larga obra en dos tomos: el evangelio y el libro de los Hechos de los apóstoles. En el primero, nos narra la vida y la misión de Jesús, ungido por el Espíritu en el Bautismo para inaugurar el Reino; en el segundo, nos narra los orígenes de la Iglesia, ungida por el Espíritu en Pentecostés para convertirse en pueblo-testigo de la victoria del Crucificado. Entre ambos libros se sitúa la Ascención.
El evangelio finaliza con el relato de la Ascensión de Jesús en presencia de los discípulos, cerca de Betania, en el monte de los Olivos. El protagonista de la narración desaparece y deja una comunidad centrada, en torno al templo, alabando a Dios, en espera del Espíritu.
El libro de los Hechos comienza con un nuevo relato de la Ascensión, que nos ayuda a vincular las dos obras y a comprenderlas como un conjunto que tiene su centro, precisamente, en este acontecimiento.
Toda la vida de Jesús culmina en Jerusalén, con el regreso de Jesús al Padre, con la entronización definitiva del Mesías crucificado. Existe una especie de movimiento centrípeto que conduce a Jerusalén: la ciudad santa es la meta continua de todo el misterio de Jesús. Por otro lado, la misión de los discípulos va a brotar también de Jerusalén, para extenderse por todo el mundo, con Roma como estación fundamental. El libro de los Hechos nos presenta una especie de movimiento centrífugo que, partiendo de Jerusalén, se extiende por todas las geografías.
En el centro de ambos movimientos “horizontales” –llegada a y salida de Jerusalén– nos encontramos con este movimiento que podríamos llamar “vertical”: la subida de Jesús al cielo, el retorno al Padre. Estos son los movimientos que configuran el misterio del cristianismo.
La ascensión, el movimiento vertical, es el centro, el gozne, la clave, de los movimientos horizontales-misioneros. Todo viene de Dios y todo vuelve a Dios; la victoria de Jesús es la ofrenda de su vida al Padre. Por eso, cuando san Lucas relata cada uno de los misterios de la misión de Jesús, siempre finaliza de la misma manera: el pueblo alaba a Dios. La alabanza que asciende anticipa, de alguna manera, la ascensión física de Jesús. De la misma manera, la alabanza posterior, en los Hechos, anticipa la subida definitiva de nuestros cuerpos al Padre, como alabanza de la carne que retorna a su Hacedor.
La Ascensión como clave literaria de la obra de Lucas nos recuerda cuál ha de ser la clave de nuestros relatos, de nuestra palabra, de nuestra evangelización: Cristo es de Dios y ha venido a hacernos a todos de Dios. Cristo viaja entre nosotros para enseñarnos el camino hacia el Padre.
Esa “tendencia hacia lo alto” con la que todos nacemos en nuestro espíritu no es sino un signo de una llamada hacia lo alto de todo nuestro ser. “Somos carne de cielo” y aquí estamos, visitando lugares de la tierra para llevar la misericordia de Dios y para pronunciar sus alabanzas: nos prepararmos, así, para el gran viaje en el que Jesús nos ha precedido.