¿Cuál ha de ser nuestra actitud ante nuestros enemigos? Si la vida nos ofrece oportunidades para derrotarlos, ¿no hemos de aprovecharlas? ¿No existe una oscura satisfacción en comprobar la humillación de aquellos que no nos quieren? No hace falta estar en guerra para comprobrar el odio de muchas personas que buscan el mal de los demás.
Hace más de tres mil años vivió un personaje cerca de las riberas orientales del mar Mediterráneo que supo revertir esta tendencia del ser humano. Hasta dos veces pudo rematar a un enemigo que lo perseguía a muerte. El enemigo se llamaba Saúl, y detentaba el poder. El perseguido se llamaba David: estaba llamado a ser rey. Saúl perseguía a David por envidia, por temores fundados a que este hombre pudiera quitarle el reino en un futuro inmediato. Conservar el poder lleva consigo, a menudo, tener que derrotar a aquellos que nos lo discuten.
David, incluso, había recibido la confirmación de los profetas sobre su elección para el trono: Dios lo quería rey en lugar de Saúl. ¿Cómo habría de conseguir realizar esa promesa, que no solo él deseaba, sino que era la voluntad del pueblo, de los profetas y del mismo Dios?
En dos ocasiones Saúl estuvo a su alcance. Aquel que lo quería matar estaba a sus pies: acabar con él habría sido legítima defensa. Es más, sus compañeros le animaban a ello: era el mismo Dios quien ponía el enemigo allí delante para conseguir la victoria definitiva. Acabar con quien deseaba su muerte y cumplir la promesa de gobernar: todo parecía claro, solo había que empuñar la espada y rematar al enemigo.
David no lo hizo. Saúl era, por ahora, el rey legítimo: no se podía atentar contra el Ungido del Señor. Algún día, dejaría de ser rey; algún día, Dios cumpliría sus promesas a David; pero el futuro rey supo esperar. No se puede conseguir el poder, ni siquiera el legítimo, a cualquier precio. Ciertamente, no al precio de la destrucción del otro.
La historia de David es un ejemplo claro del “amor a los enemigos” y, sobre todo, de su causa más clara: respetar los caminos de Dios. Existe una expresión en el Antiguo Testamento que solemos entender muy mal: “La venganza es de Dios”. Esto no significa que el Dios de Israel sea un Dios vengativo, que empuja a todos a vengarse de los enemigos; todo lo contrario. Esta frase significa que la venganza no está en nuestras manos, que debemos confiar en Dios: él conoce caminos para instaurar la justicia que a nosotros nos desbordan.
Muchos siglos después, el descendiente legítimo de David, caminando por las colinas de Galilea, puso palabra y llevó hasta sus últimas consecuencias la actitud del antiguo rey: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian… Si amáis solo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis?”.
También este descendiente sabía que sería coronado rey frente a todos los “saúles” envidiosos que ostentaban el poder. ¿Cómo lo hizo? ¿Acabó con sus enemigos? Lo que David inició llegó ahora hasta sus límites más insospechados: este nuevo David, no solo no acabó con sus enemigos: fueron ellos los que, acabando con él, lo convirtieron en el rey definitivo, en el Ungido eterno que estaba llamado a redimir la historia y todas sus violencias.
¿Dónde está el pueblo de David, dónde los discípulos del rey de Galilea? Ellos han de ser los portadores vivos de esta doctrina, la carne de estas palabras, sabias como pocas en la historia.
Nadie vence cuando una persona es vencida, aunque sea solo con las palabras; vencemos todos cuando la dinámica del odio y la venganza es vencida por el perdón.
¿A quiénes amáis? Ahí está la clave de la hondura humana de vuestras vidas.