Majestad:
Quien a usted se dirige en estas líneas no es precisamente un incondicional de la institución monárquica aunque reconozca el determinante papel histórico que como forma de Estado ha significado en nuestro país, siempre con sus luces y sombras. Pero el motivo de esta carta no tiene que ver con la institución a la que usted ha representado como reina consorte durante treinta y nueve años de una manera discreta y cabal, sino con su persona.
Todos los seres humanos nacemos en unas determinadas circunstancias que son igual de dignas, pues quien marca esta condición es la persona misma. Y somos las personas con nuestro comportamiento las que dignificamos o no el lugar, el puesto, el cometido que la vida nos ha confiado. Dicho de manera coloquial: si estamos a la altura de las circunstancias. De tal manera que nada es ajeno, todo queda definido por la persona que lo encarna.
Educada para reinar
Usted, majestad, nació hija de reyes y fue educada para reinar. Pero más allá de esa formación “profesional”, por decirlo de una manera gráfica pero con el mayor de los respetos, albergaba en su interior una enorme riqueza personal, una sensibilidad y sencillez, un saber estar, una elegancia natural que las circunstancias han hecho aflorar incluso en los momentos en los que se ha visto afectada de manera grave su más estricta intimidad.
Si de algo le sirve, creo ser un fiel transmisor de esta hermosa y confortante realidad: la ciudadanía española siente por usted un gran cariño o, al menos, la respeta. Creo que usted ha sabido reflejar a través de estos años no solamente la entereza y discreción que se le debe pedir –incluso, por qué no, exigir– a una reina, sino un acertado papel como mujer, esposa y madre… y, quién lo iba a decir a estas alturas, el más complicado de abuela.
Gracias por su ejemplo, majestad; muchas gracias, Doña Sofía.