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Coincidencias entre el lenguaje político y poético

En el contexto de la hermenéutica y la exégesis de textos, tanto sagrados como profanos, surge a principios del siglo XVIII – J.J. Rambach y A. H. Francke – la teoría de los afectos y no lejos de ella una filosofía del sentimiento, del que quizás nuestro Unamuno sea el máximo representante. Ambos campos del conocimiento tratan de buscar las motivaciones más profundas y las auténticas intenciones (psicológicas) de los textos. Toda literatura tiene en el fondo una finalidad que el autor, aunque sea inconscientemente, tiene intención de despertar en sus lectores. Y cuando se goza una obra maestra de la literatura ocurre que autor y lector se identifican de forma fraternal en sus intenciones y experiencias. Es entonces cuando una acumulación de vida compartida, de comunión de almas, de participación de un mismo Espíritu universal surge entre el creador, casi siempre habitante de una ausencia inasible, y el lector. Gracias a que el creador también es hombre, el lector hace suya su experiencia y la ve reflejada en su propia vida pasada o posible. Es por ello que la literatura, y su género más intensificado de literatura, la poesía, no sólo responde a la función expresiva – que diría el genial Karl Bülher – sino también muy destacadamente a la apelativa. Herder hablaba de una fuerza misteriosa que nos penetra a través del discurso poético, y provoca ese misterioso fluido en el que se concentra la fuerza estética, la personalidad creadora, la capacidad de energía espiritual que carga la sensibilidad y modifica para siempre su forma de instalación en el mundo del lector. La belleza poética, toda esa serie de fenómenos psicológicos que tiñen la personalidad humana con una fuerza que la naturaleza desconoce, constituye precisamente el ámbito de la verdadera ciudadanía – politeía – del hombre.

Pues bien, del mismo modo que la poesía puede modificar nuestra alma con la experiencia que relata y que nos vincula fraternalmente, el discurso político también fundamenta su razón en expresar experiencias e intenciones con las que se identifiquen los lectores u oyentes que captan los hálitos semánticos de la política.

Del mismo modo que la poesía expresa los ángulos más sustanciales que sostienen el ser del hombre y con los que el lector u oyente se reconoce y se hermana con el poeta, así el discurso político sintoniza con los “afectos” del hombre en su condición insoslayable de ciudadano, de “dsôon politikón”, y trata de identificarse con los deseos e insatisfacciones más profundas que el ciudadano tiene en los ámbitos social y político. Poesía y política expresan de consuno lo que los hombres sentimos sin aún verbalizarlo, en un caso la metafísica que nos revela, y en otro la política con la que convergemos y con la que afectuosamente nos reconocemos por acertar en definir nuestros más íntimos deseos políticos.

El pleno entendimiento tanto de la política como de la poesía se fundamenta siempre en cierta congenialidad entre el político o poeta y el lector u oyente – sólo los amigos se entienden -, en cierta sympatheía o fusión de horizontes. La poesía y la política están situadas en un horizonte prelingüístico que las condiciona y las motiva: hechos mentales y psicológicos, participación de un espíritu universal, intuiciones singulares en las que podemos sentir la proximidad del poeta o político, la fuerza de un mensaje o, sencillamente, descubrir una afinidad profundamente amistosa. Remedando a Dilthey podríamos decir que la poesía y la política abren un amplio dominio de posibilidades que no se dan en la sisífica determinación de la vida real – aparentemente -.

Wilhelm Humboldt, el prototipo del buen alemán que desapareció por completo en 1933 y que con los leguleyos juezastros analfabetos y prepotentes de la Alemania actual no puede volver a resurgir en aquellos lares, sostenía en sus muchos trabajos sobre el lenguaje que la epifanía de la lengua, aquello que nos constituye y organiza y crea el mundo, la constituyen juntamente la poesía y la oratoria política.

La mayor parte de los grandes políticos o escribieron poesía o fueron devotos toda su vida de la poesía. Ahí están los casos de Demóstenes, Esquines, Isócrates, Démades, Cicerón, César, Guillermo de Aquitania, Alfonso X el Sabio, Isabel la Católica, Felipe II, Antonio Pérez, Luis de Haro, Macanaz, Jovellanos, Disraeli, Gladstone, Cánovas, Churchill, De Gaulle, Schumann, etc. Hasta Napoleón, que alardeaba de despreciar a los poetas, tiene imágenes de gran belleza en sus discursos. Y la verdad es que más que despreciarla, detestaba ese final en aguda que tienen los versos franceses.

Quienes al leer esto observen a los políticos actuales podrían decir que, salvo honrosas excepciones, la poesía no está en la política presente. Y aparentemente dicen la verdad, pero no toda: hoy tampoco hay poetas conocidos de mínima calidad en cuanto que la calidad poética, como la pictórica, la marca la Administración de lo políticamente correcto, gracias a lo cual, triunfan sólo los que ronronean ante el ideario casposo de la socialdemocracia, y sólo se imprime y se sube a las tablas infumable propaganda socialdemócrata.

No podemos pedir al político lo que tampoco tiene la poesía que se edita. Pero tampoco podemos olvidar que el Espíritu universal preexiste a toda poesía y a toda política, y sólo hace falta esperar que vuelva a llegar el momento de los grandes poetas y los grandes políticos. Y ese Espíritu universal, espíritu con mayúscula, acaba haciéndose siempre “athánaton sperma”, semilla inmortal, en la poesía y en la política (Fedro, 277a). Por eso la juventud que ha tomado en la actualidad los mandos de la política en los grandes partidos es nuestra esperanza.

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