Uno de los momentos clave de la Cuaresma es la proclamación litúrgica de la parábola del hijo pródigo; se trata, tal vez, del texto más emblemático de Jesús sobre la misericordia de Dios.
Ya hemos hablado aquí varias veces sobre esta preciosa joya del evangelio según san Lucas. Me gustaría insistir, en este momento, en una lectura de la parábola desde la situación eclesial que estamos viviendo en muchos lugares de nuestra sociedad.
¿No es la historia del hijo pródigo un resumen del camino que el hombre actual ha decidido tomar? La mayor parte de los creyentes han recibido la herencia que el Creador les ha dado y se han alejado del hogar.
Todo lo que somos, todas nuestra capacidades y logros, nos han sido dados por un Padre bueno que nos ha creado y nos ha educado. ¿Qué hemos hecho con la vida y los talentos que el Creador nos ha dado? Apropiarnos de ellos para proyectar una vida lejos de la casa paterna, apartándonos de aquel que nos ha regalado la existencia.
Es más, podríamos decir que el hombre actual también se ha llevado como herencia gran parte del regalo moral de la Iglesia, pero para vivirlo en la lejanía y en una existencia sin Dios. Muchos de nuestros hijos han sido educados cristianamente, en una moralidad del amor y de la libertad, para acabar tomando ese patrimonio moral y alejarse del hogar.
¿Cuál es la actitud de Dios en este momento de la historia de la humanidad, de la historia del cristianismo? Creo que la parábola del hijo pródigo nos da claves fundamentales para comprenderlo.
Pero importa también la actitud del hijo mayor, de aquel que se ha quedado en casa: le resulta difícil aceptar la acogida del hermano que decidió renunciar a su familia y, ahora, habiéndolo derrochado todo, es recibido de forma triunfal.
¿Qué tiene que hacer la Iglesia en este momento en que la mayoría de sus hijos han decidido alejarse de la comunidad, de la eucaristía, de Dios?
En primer lugar, aceptar la palabra de Jesús sobre el hijo mayor: los que se han quedado en casa deben desear y acoger el regreso del hijo pródigo, tener los sentimientos del padre bueno que ama a todos y se alegra de la recuperación de la oveja perdida. Si existen jerarquías, debe privilegiarse la de aquellos que más necesitan de Dios; debemos descubrir la alegría por el bien del otro, por el triunfo del hermano, por su reconciliación. Como en el año jubilar, se comienza de nuevo cuando él ha regresado, no se exigen cuentas del pasado.
Por otro lado, estamos llamados también a imitar la actitud del mismo Jesús. La parábola se pronunció como explicación a su extraña forma de actuar: comía con pecadores y publicanos, con personas alejadas de la religión y de Dios. ¿No está queriendo Jesús invitar a todos a ese banquete de reconciliación en la casa paterna? El Pastor come en la mesa de los pecadores para que ellos puedan ser admitidos a la mesa de su Padre misericordioso.
¿Qué significaría, en la actual pastoral de la Iglesia, salir a comer con los pecadores? Porque esta fue una de las claves misioneras del Jesús histórico, de nuestro Maestro y Señor.
La comida es uno de los símbolos fundamentales de la existencia: ahí tomamos fuerzas para el camino, ahí nos comunicamos, ahí construimos la comunión. Cuando alguien de la casa paterna entra a comer en la casa del hijo pródigo, se abren puertas para que ese hijo pueda regresar de nuevo al hogar.
La clave de fondo tal vez está en saber quiénes somos y quién es aquel al que nos acercamos: hijos de un mismo Padre, hermanos nacidos de un mismo hogar. La casa no está llena si nos falta el hermano: necesitamos su presencia, buscamos su regreso.