Durante el tiempo pascual hacemos un recorrido por el libro de los Hechos de los Apóstoles: la expansión de la Iglesia es fruto de la victoria de Jesús sobre la muerte.
Uno de los protagonistas fundamentales de estos Hechos, en la extensión del Evangelio, fue el apóstol san Pablo. ¿Cómo se predica, cómo se extiende el cristianismo? San Pablo recorrió las ciudades del Imperio romano fundando comunidades de creyentes en cada lugar. La Iglesia se construye y se extiende fundando Iglesias en cada territorio. Es lo que continúa realizando el cristianismo en todos los rincones del mundo.
Para establecer estas Iglesias, es fundamental la institucionalización de sus relaciones. En su recorrido por Asia Menor, cuando Pablo y Bernabé regresan de su tarea evangelizadora, se nos dan varias claves para comprender este arraigo del cristianismo en los nuevos territorios de misión.
La primera recomendación es perseverar en la fe: el cristianismo no es flor de un día, fiesta anual, celebración aislada, sino un camino vital que recorre toda nuestra existencia. Empezar, a veces, no es difícil: lo que cuesta es mantenerse, perseverar, seguir adelante. No nos es desconocido el caso de muchos conversos cuyo ímpetu original se desvanece con el tiempo y acaban por no permanecer en la comunidad.
La segunda recomendación, muy unida a la primera, es la de soportar las dificultades: «Hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios». Los apóstoles no engañan a los nuevos creyentes: quieren cimentar su fe en firme, sobre roca, para poder aguantar las lluvias y tormentas de las dificultades venideras.
¿No están, a menudo, nuestras predicaciones y catequesis faltas de esta seriedad que presenta la fe con todos sus retos y dificultades? La propaganda de la sociedad de consumo nos presenta todo fácil y placentero: no es este el camino del cristianismo; no es esta la verdad del hombre y de la historia.
En tercer lugar, los apóstoles dejan en cada Iglesia presbíteros para presidir la comunidad. Sin Cristo, cabeza y pastor, no existe comunidad cristiana; sin eucaristía no se sostiene el cristianismo: por eso son necesarios los presbíteros. Los apóstoles se marchan, pero Cristo resucitado se queda: por eso son designados los presbíteros.
En último lugar, san Lucas nos dice que oran y ayunan para dejarlos encomendados al Señor. La institucionalización tiene como centro al mismo Señor: por eso la oración es imprescindible para que la Iglesia pueda respirar y vivir. ¿No podemos caer en la tentación de construir comunidades activas, llenas de propuestas pastorales y lúdicas, pero sin tiempo ni sosiego para dedicarse a la oración? ¿Tendrán futuro estas comunidades? ¿No estaremos copiando, como en tantas otras cosas, el modelo mundano para construir la fe?
Más allá del libro de los Hechos, la lectura evangélica de este domingo nos deja también otra consideración fundamental para la extensión del cristianismo. Son palabras del mismo Jesús: «Amaos como yo os he amado; en esto conocerán que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros».
El mandamiento nuevo del amor no es una recomendación moral de Jesús, sino el estilo de la nueva fe que se extiende desde Jerusalén. El amor, las relaciones humanas, son la clave de todo lo humano y la estructura de fondo de las nuevas comunidades que brotan de la resurrección; son también la carta de presentación de los cristianos ante los de fuera. No es el vestido lo que nos distingue, tampoco los ritos, sino la comunión.
Una última clave de la Iglesia que crece se nos da en segunda lectura, tomada del libro del Apocalipsis: somos una comunidad abocada a lo definitivo, al Reino, a la vida que vence a la muerte. Sin futuro no hay Iglesia, sin esperanza no hay cristianismo.
Porque no habrá ni llanto, ni luto, ni dolor, somos ya esposa que se engalana para recibir al Esposo que está a punto de llegar para regalarnos lo definitivo. De la resurrección de Jesús a la resurrección del mundo: ahí se sitúa el precioso tiempo de la Iglesia que seguimos construyendo.