En su ministerio público, Jesús es presentado a menudo bajo la simbología del pastor. Él es quien conduce al rebaño y quien lo alimenta con su palabra y con su pan. Cuando llega el momento de la muerte, Jesús se convierte en cordero: es sacrificado por los pecados del pueblo como en el rito de la Pascua. Por fin, con su resurrección, Jesús es levantado como gran Pastor de las ovejas y guardián de sus vidas hacia la vida eterna.
Podríamos resumir su vida como un camino de Pastor itinerante a Pastor resucitado, pasando por la experiencia del Cordero. Pastor en su vida pública, Cordero en la Pasión y Pastor de nuevo con la resurrección. Pero la simbología del pastor también se aplica a la muerte de Jesús y la del cordero a su resurrección.
Cuando está a punto de morir, citando unas palabras del profeta Zacarías, Jesús les dice a sus discípulos que todos le abandonarán porque «será herido el Pastor y se dispersarán las ovejas». Por otro lado, en el precioso texto del Buen Pastor del evangelio según san Juan, Jesús recuerda que el Pastor bueno, el bello, el verdadero, es aquel que da la vida por sus ovejas. El Maestro muere, por tanto, no solo como cordero, sino como pastor.
En la gran visión del libro del Apocalipsis, lleno de simbolismos, la gran metáfora es la del Cordero que se opone al Dragón. Este Cordero, degollado pero vivo y en pie, simboliza a Jesús resucitado, que conduce la historia desde la fuerza todopoderosa de Dios, pero desde las claves de la pequeñez de un cordero indefenso.
Jesús resucitado, por tanto, sigue siendo cordero; aquel que mueve la historia de los hombres hacia su plenitud, el que sigue derrotando las fuerzas del mal, es presentado bajo la simbología de ese animal indefenso y silencioso que se deja matar.
El símbolo del pastor y del cordero se complementan y se iluminan para que comprendamos en toda su hondura el misterio de Jesús de Nazaret. La vida pública, la muerte, la resurrección y el señorío sobre la historia, vienen representados bajo la doble figura del pastor y del cordero. El pastor muere, el cordero triunfa; el pastor cuida sus ovejas, pero es también cordero en medio del rebaño.
Jesús de Nazaret fue, es y será por siempre Pastor de nuestras vidas y Cordero a nuestro lado.
¿Cuál es el misterio, cuál es la fuerza que mueve a este Pastor para que pueda dar su vida y darnos la vida? El amor por cada una de las ovejas; el amor del Padre del Pastor por cada uno de sus hijos. Por amor se ha encarnado, por amor ha predicado y sanado, por amor ha dado su vida, por amor ha resucitado, por amor cuida con ternura de cada una de sus criaturas.
Nosotros, aunque somos ovejas descarriadas, errando cada uno por sus propios caminos –como proclama el Canto del Siervo–estamos llamados, como san Pedro, a compartir la doble condición del Maestro: corderos a su lado y pastores en su nombre.
El papa Francisco, que acaba de marcharse, diría que somos «discípulos misioneros»; desde ahí entendemos la doble simbología del cordero y del pastor. Como corderos, nos dejamos conducir por él y estamos llamados a beber su cáliz en silencio; como pastores, nos sabemos invitados a ser apóstoles de su victoria, testigos de su señorío sobre todas las criaturas.
¿Cuál es el requisito que Jesús le pide a Pedro y a todos nosotros para compartir esta misión del Maestro? El amor hacia él; repetido con insistencia, confesado tres veces, con fidelidad, por siempre, para superar negaciones y miedos.
Cristo resucitado hace posible nuestro amor hacia él y nuestro discipulado, él nos hace hijos de Dios y hermanos de todos; él nos convierte en corderos de su rebaño y pastores que colaboran con su entrega para que también las ovejas de lejos puedan incorporarse al redil del Cordero y se alimenten de su amor.
Con las primeras luces del alba, sentados junto a las brasas en las riberas del lago, Jesús nos sale al encuentro y dialoga con nosotros para sostener un amor que está llamado a durar por siempre.