Los creyentes pensamos que Dios actúa en nuestra historia y nos habla a través de los acontecimientos. Hablar de crisis, por tanto, signficia, en primer lugar, escuchar, discernir la voluntad de nuestro Maestro, del Señor de los tiempos.
Ahora bien, discernir supone creer en la voluntad de Dios; no se trata de buscar los métodos eficaces que nos hacen conseguir un objetivo que es nuestro, sino la búsqueda activa de la voluntad de Dios, que siempre guía a su Iglesia. El discernimiento, por tanto, es incompatible con la desesperanza, porque brota de la fe en el Señor resucitado que guía la historia. Solo puede discernir aquel que tiene confianza y esperanza.
Por otro lado, en los acontecimientos, también en los que nos parecen más negativos, Dios no solamente habla, sino que actúa. Discernir, por tanto, no es solo escuchar para, luego, cumplir su voluntad: es ver por dónde van sus caminos para secundarlos. Discernimos algo que ya existe, caminos que ya han comenzado. Dios ya está trabajando en la solución a la crisis.
Otra de las cosas a tener en cuenta es que debemos distinguir de qué lugar hablamos cuando nos referimos a la “crisis vocacional”: no es lo mismo hablar de Europa, de América o de África y Asia, donde están brotando gran número de vocaciones.
Alguien que responda
Hace unos años, un documento eclesial decía que “la crisis vocacional de los llamados es también, hoy, crisis de los que llaman, acobardados y poco valientes a veces. Si no hay nadie que llama, ¿cómo podrá haber quien responda?”
¿Qué hay debajo de esta afirmación? Si es verdad que la vida de los vocacionados no llama, ¿a qué se debe? ¿Qué es la “crisis vocacional”, una falta de ingresos en el Seminario o una falta de la consideración de la vida como vocación por parte de todos los creyentes y un posible olvido de la dimensión vocacional en los ya consagrados?
Es decir, ¿dónde debemos mirar principalmente? A la pastoral vocacional y juvenil, evidentemente. Pero, ¿no debemos mirar, también, a los llamados y a la pastoral general de la Iglesia y a su vida cotidiana? ¿Qué debemos reformar? Seguramente, todo; pero, ¿desde dónde?
Creo que la situación mundial del ministerio debería hacernos pensar despacio, no solo en la entrada de jóvenes en los Seminarios, sino en la vivencia del ministerio en aquellos que salen de los Seminarios para recibir la ordenación.
Uno de los signos de la crisis y, en muchos casos, motivo de ella es la vorágine de nuestra pastoral y de nuestra vida social y personal: cuando lo bueno se acumula y nos oprime, ¿no se acaba convirtiéndose en un mal? ¿No pueden existir ritmos incompatibles con la entrega?
La fuente de las vocaciones
¿No será que faltan vocaciones porque la Iglesia no está del todo bien? Ni su pastoral, ni la vivencia de la comunión… ¿No deberíamos intentar arreglar la fuente de las vocaciones?
Por otro lado, la falta de vocaciones nos dice que el mundo no está bien. ¿No deberíamos empeñarnos aún más en evangelizar y servir?
Por fin, podríamos preguntarnos hasta qué punto nos duele la falta de vocaciones: los creyentes, la Iglesia entera, ¿necesitan realmente de la eucaristía y el sacerdocio? ¿Con qué necesidad y urgencia lo pedimos? Toda vocación nace de la in-vocación: “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá”.
En definitiva, al buscar y necesitar vocaciones, estamos buscando a Dios y llamando a las puertas de su misericordia.