El Cuerpo resucitado de Jesús y su sangre derramada llegan a nosotros en el sacramento del pan y el vino eucarísticos. Pan y vino, que ofrecemos al Señor para poder comerlos, transformados, como alimento de vida eterna.
El pan que ofrecemos es «fruto de la tierra y del trabajo de los hombres»: se dan cita la dimensión natural y artificial de la vida, lo que nos es dado y lo que nosotros aportamos. La tierra nos precede y nos acoge, ella es fecunda y hace posible el crecimiento de la semilla; desde el primer capítulo del Génesis se nos dice que, por mandato de Dios, la tierra hace brotar para el hombre alimentos de toda especie.
Pero Dios ha querido –en esta ocasión lo subraya el capítulo segundo del Génesis– que el hombre también ponga su esfuerzo para que la tierra realice todas sus posibilidades. Lo que ofrecemos a Dios en la eucaristía no es el trigo silvestre, sino la cosecha transformada por el hombre. No despreciamos lo artificial: nuestro esfuerzo es digno de ser ofrecido también a Dios.
En el corazón religioso del cristianismo, por tanto, se hacen presentes el mundo y el hombre, la tierra buena y el trabajo esforzado. Si el hombre es barro trabajado por Dios, el alimento es también fruto del trabajo del hombre sobre el barro.
La tierra y el trabajo hacen posible el pan, pero, en definitiva, «lo recibimos de tu generosidad y ahora te los presentamos». Todo viene de Dios, porque hasta nuestro trabajo y nuestra capacidad nos han sido regalados por el Creador. La eucaristía es reconocimiento del amor de Dios por la humanidad, de su bondad para con nosotros. Por eso, porque todo lo recibimos de él, realizamos el signo de presentárselo, de ofrecérselo, de devolverle las primicias para reconocer su mano que nos cuida.
La ausencia de muchos cristianos en la eucaristía, ¿no significa también el deterioro del reconocimiento de la vida y el trabajo como don, el olvido de la presencia de Dios en nuestra existencia cotidiana?
Trabajamos, comemos, disfrutamos, sufrimos: pero no hacemos partícipe a Dios de las dimensiones más sencillas e importantes de nuestra vida.
El pan es signo de lo más imprescindible para comer, para sobrevivir. Es la petición central del Padrenuestro: «Danos hoy el pan de cada día». Dios está en el pan: está en nuestra necesidad, en nuestro sustento, en nuestro trabajo.
Junto al pan, el agua es también el signo del sustento necesario para el hombre; pero en la eucaristía no ofrecemos agua, sino vino. El vino también es fruto del trabajo y el arte de los hombres. El vino, más allá del agua imprescindible, significa la fiesta, un alimento que supera la pura necesidad. El vino es signo de la alegría del hombre; somos algo más que supervivencia: somos pasión, búsqueda de plenitud, deseo de vida intensa y colmada.
Por eso, en la Biblia, sobre todo en el Cantar de los Cantares, el vino es signo del amor, de las relaciones entre el amado y la amada. «No solo de pan vive el hombre»: vive de la Palabra y vive del vino, vive desde la alegría y la plenitud. Un exegeta español decía que el pan es la prosa de cada día y el vino, en cambio, la poesía.
En la Biblia, el vino es también signo de la sangre. Esta simbología la desarrolló Jesús en toda su potencialidad: su muerte inminente en la cruz, el derramamiento de su sangre por amor, es significado en la copa de vino que se bebe y se comparte.
El vino es alegría, amor y sacrificio: porque no hay amor más grande que dar la vida por los amigos.
Todo esto, que le ofrecemos a Dios como reconocimiento de su creación y de su entrega por amor, nos es devuelto transformado para ser comido por nosotros. Participamos, de esta manera, en el banquete definitivo del cielo; la Eucaristía es memorial de la Pascua pasada de Jesús y es memorial también de su futuro encuentro con nosotros.
Somos peregrinos entre la Pascua y el Cielo, alimentándonos del pan y el vino de aquel que nos ha amado y comparte ya su victoria definitiva con nosotros. Caminamos con ritmo de domingo: desde aquel primer domingo de la resurrección hasta el domingo definitivo del encuentro con Dios.
Esto es lo que queremos vivir y compartir cada vez que celebramos este precioso misterio de nuestra fe.