Hace unos pocos días la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha concedió el Premio de la Comunidad a Dña. Inés Ibáñez por su larga trayectoria como músico, en la que destaca muy especialmente en su faceta de Directora de coro y contribución a la música sacra. Los miembros de su coral quisieron además homenajearla con la celebración de una misa en la que el sacerdote subrayó la importancia de la música en la liturgia cristiana, y en la que el órgano, hecho sonar por la mano diestra de Sara Ibáñez, y los cantos litúrgicos del coro, demostraron de forma rotunda y resonante la verdad de esta importancia.
Ya decía Benedicto XVI en su Sacramentum Caritatis, exhortación apostólica postsinodal, que la liturgia, como también la Revelación cristiana, está vinculada intrínsecamente con la belleza: es “veritatis splendor”. Toda misa debería ser epifanía de belleza. La belleza de la liturgia es parte de este misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra. El memorial del sacrificio redentor lleva en sí mismo los rasgos de aquel resplandor de Jesús del cual dieron testimonio Pedro, Santiago y Juan, cuando el Maestro, de camino hacia Jerusalén, quiso transfigurarse ante ellos en el Monte Tabor.
Es así que la belleza no es un elemento decorativo de la acción litúrgica, sino un elemento constitutivo de la misma. Por todo ello, ese gran Papa esteta que ha sido y es Benedicto XVI, formidable intelectual y elegante pianista, intentó sin éxito que los sacerdotes pusieran gran atención en que la acción litúrgica resplandeciera siempre de belleza consustancial a ella. Medio siglo de degradación educativa y cultural en los seminarios tiene efectos deletéreos para el mantenimiento de esa belleza hipostática, y la realización de los objetivos del pontificado del Santo Padre Benedicto XVI.
Este Papa llamaba a los obispos a supervisar que siempre el buen gusto reinase en toda celebración litúrgica. Exhortaba a cumplir todo lo necesario para que las celebraciones litúrgicas oficiadas por el Obispo en la Iglesia Catedral respetasen plenamente el “ars celebrandi”, de modo que pudieran ser consideradas como modelo para todas las iglesias de su territorio. Se ve que el buen Papa no conocía bien el percal cultural de la Iglesia actual.
La relación profunda entre la belleza y la liturgia le llevaba a considerar al Papa todas las expresiones artísticas que se ponen al servicio de la celebración. Y subrayaba que un elemento importante y básico del arte sacro es la arquitectura de las iglesias, en las que debe resaltar la unidad entre los elementos propios del presbiterio: altar, crucifijo, tabernáculo, ambón, sede. La arquitectura como primer fundamento de belleza del espacio sacro. Pero cuando miramos las iglesias que se han levantado en los últimos años o las bárbaras restauraciones que se están llevando a cabo, volvemos a instar a que los responsables de la Iglesias lean el pequeño opúsculo de Hans Urs von Balthasar, “Arte cristiano y predicación”, que se puede encontrar en el Volumen I de la Colección MYSTERIUM SALUTIS.
También – decía el Papa – debe cuidarse con especial celo la pintura y la escultura, en las que la iconografía religiosa se ha de orientar a la mistagogía sacramental. Un conocimiento profundo de las formas que el arte sacro ha producido a lo largo de los siglos es fundamental para quienes tienen la responsabilidad de encomendar a arquitectos y artistas obras relacionadas con la acción litúrgica.
Por tanto – agregaba el Pontífice- “es indispensable que en la formación de los seminaristas y de los sacerdotes se incluya la historia del arte como materia importante, con especial referencia a los edificios de culto, según las normas litúrgicas”. La belleza de las Iglesias deben fomentar el asombro ante el misterio de Dios, pero cada vez son más las que no sólo no la fomentan, sino que la degradan. Las subvenciones del ya famoso “Programa 1,5% Cultural” sólo han servido, en algunos casos, para acrecentar la barbarie. Menos mal que uno no es novaciano ni meleciano….
Sin duda, en el “ars celebrandi” desempeña un papel importante el canto litúrgico. Con razón afirmaba San Agustín: “El hombre nuevo conoce el cántico nuevo. El cantar es función de alegría y, si lo consideramos atentamente, función de amor”. La Iglesia, en su bimilenaria historia, ha compuesto y sigue componiendo música y cantos que son patrimonio de fe y de amor que no se ha de perder. Y ciertamente no podemos decir que en la liturgia pueda servir cualquier canto, y Benedicto XVI exigía que se evitase la fácil improvisación o la introducción de géneros musicales no respetuosos del sentido de la liturgia, así como era su deseo que se valorase adecuadamente el canto gregoriano como canto propio de la liturgia romana.
En sintonía con esta belleza en los templos, el Papa exigía el reconocimiento de las diversas funciones jerárquicas implicadas en la celebración misma. No todos los fieles pueden hacer en misa todas las funciones. Y es preciso que haya claridad sobre las tareas específicas del sacerdote. Éste es, como atestigua la tradición de la Iglesia, quien preside de modo insustituible toda la celebración eucarística, desde el saludo inicial a la bendición final. Él representa a Jesucristo, cabeza de la Iglesia y, en la manera que le es propia, también a la Iglesia misma. Si el sacerdote no lo hace, el diácono puede preparar el altar, proclamar el Evangelio, predicar eventualmente la homilía, enunciar las intenciones en la oración universal y distribuir la Eucaristía a los fieles. Pero sólo el diácono.
Finalmente, este Papa sensible y erudito, en aras de la estética sagrada, defendía el uso del latín en determinados momentos. A fin de expresar mejor la unidad y universalidad de la Iglesia en los encuentros internacionales, Benedicto XVI defendía el uso del latín en todas esas celebraciones litúrgicas. También era partidario de que se rezasen en latín las oraciones más conocidas de la tradición de la Iglesia y utilizar cantos gregorianos. Pedía que los futuros sacerdotes, desde el tiempo del seminario, se preparasen para comprender y celebrar la Santa Misa en latín, además de utilizar textos latinos y cantar en gregoriano. Y solicitaba que se procurase que los mismos fieles conociesen las oraciones más comunes en latín y que aprendiesen a cantar en gregoriano algunas partes de la liturgia.
Papa soñador y sensitivo, cultísimo e hiperestésico, grandísimo, no se daba cuenta de la situación en que se encontraba ya la Casa, de espaldas a una tradición cultural bimilenaria, que supone el mayor patrimonio de la Iglesia y el mayor tesoro cultural – tangible e intangible – de todos los tiempos, y no pudo llevar a cabo la gran revolución estética que él tanto anhelaba. Quizás por eso, triste y melancólico, soturno y resignado, dimitiese.