A mi amigo Maximiliano Moliterni, hombre de convicciones basálticas
Ahora que la Iglesia, oportunamente temerosa, hace pregoneros de la Semana Santa a egregios diputados socialistas, tres semanas antes de la próximas elecciones municipales y autonómicas, como buenos lacayos flabelíferos del poder político que saben hacer regalos de gran utilidad – lo mismo así no los vuelven a matar, que el martirio y la heroicidad de la santidad no son una conducta obligatoria -, uno comienza a tener la sensación de que realmente los curas después del siglo XVIII, y más concretamente después del pontificado de Urbano VIII, han dejado de ser la vanguardia cultural de Europa, y desde el punto de vista de la gran Literatura ya no han sido nadie. Es muy malo, efectivamente, que un movimiento universal de la envergadura que tiene la Iglesia Católica no pinte nada, literariamente hablando, después de los últimos 260 años.
Ahora bien, a falta de hazañas culturales en la Edad Contemporánea, la Iglesia se ha comprometido con el Mundo practicando el evangelio, siendo su principal aval la coherencia en lo que ha creído siempre, la doctrina cristiana. Hasta ahora, en que las Leyes de Cristo, Nuestro Señor, se han quedado demasiado altas para muchos religiosos de fe muerta. Pero sin aportar la alta Cultura de otras épocas y sólo luchando por su supervivencia, aunque tenga que postrarse de indignos y anticristianos hinojos ante sus enemigos, olvidando el ejemplo gallardo de Mardoqueo, la Iglesia perdería toda su sentido y su razón de ser. Porque además la babosa coba aduladora nunca les ha salvado.
La Luz de la Fe
Yo recomendaría a quienes pilotan hoy la Iglesia española que leyesen el precioso libro catequético de La Luz de la Fe, de Fray Jaime Barón. Publicado en julio de 1717 en Zaragoza, con licencia del señor obispo Palafox. Quizás sea la mejor prosa de un cura del siglo XVIII, junto a la del eximio pater Juan Francisco de Isla. Los diálogos imposibles entre Desiderio y el Niño Perdido en la Isla, Electo, son de tal profundidad y riqueza léxica que los acercan a los Coloquios, del gran Erasmo. Se personifican las pasiones y las virtudes, y todo el libro es un inmenso exemplorum corpus que nos deleita maravillosamente el intelecto.
Electo es un Robinson Crusoe de la Gracia, alumbrado no sólo por la ley natural, sino también por la sobrenatural, que se opone a la ilustrada estatua de Condillac, que sólo “crece” humanamente a partir de una secuenciación de los puros sentidos. Pero los cinco sentidos son los hijos de la carne, portadores de dolor y de muerte. Y no todo lo que hay en el hombre viene por las ventanas de los sentidos; el espíritu de Dios está dentro de cada hombre.
Además, con Dios todo es posible, porque está más allá de la razón y de la experiencia, y no tiene por qué obedecer las leyes de su propio universo, en contra del veneno teológico de la ilustración alemana de Leibnitz, que ha contaminado a la propia Iglesia, y que ya advirtiera el gran Benedicto XVI. Desiderio sabe interpretar con sutileza los sueños que tiene el pequeño Electo. No todos los sueños se deben interpretar desde la hermenéutica freudiana. Especialmente hermoso es el apóstrofe de despedida que Electo dirige a su isla y a su naturaleza al abandonarla. Animales, plantas, fuentes, peñascos son objeto de su apasionada despedida, y especialmente aquellos pocos animales de los que se sintió muy amigo.
Bellezas literarias y teológicas
Libro de increíbles bellezas literarias y teológicas, con sus fábulas, alegorías, geografías conceptuales y anécdotas, es muy extraño que no haya sobrevivido para el gran público cristiano, poseyéndolo sólo una docena de bibliófilos en todo el país, entre los que tengo la fortuna de contarme, cuando existe tanto libro de baja estofa de la teología actual. En su día sus cubiertas eran suave piel de vaca y el papel grueso de magnífica calidad, cerrado todo él por lo que en su día fueran dos hilos gordos de color verde. Bello también, sin duda, en su materialidad externa, que ya soporta trescientos años.
Fray Jaime Barón nos inventa y organiza una geografía de ciudades y callejeros teológicos en el andar errante de Electo y su maestro Desiderio, geografía hiperculturizada que nos recuerda mucho la Hypnerotomachia Poliphili , del perdulario monje Francesco Colonna.
Doce magníficos palacios
Nos introduce en la luminosa Ciudad de la Fe, con los doce magníficos palacios de los Doce Apóstoles, cada uno de los cuales escribiese inspirado, según la tradición de la Iglesia, uno de los doce artículos que constituyen el Credo. Pequeñas y apasionantes novelitas innumerables son las vidas de muchos santos: el Rey Endino, Santa Mamelra Mártir, San Nicolás, Santa Thais la Penitente, Santa Ángela de Fulgino, Santo Domingo, Santa Rosa del Perú, Santa Julita, San Quirico, Santa Daría virgen, Santa Cunegunda, Santa Libderata, etc., etc.
La Luz de la Fe, en fin, es un libro piadoso de una época en la que todavía a Jesús o al Cristo se le trataba con un protocolo respetuoso a nivel verbal, que hacía que siempre siguiera con la expresión “Nuestro Señor”. Jesús, Nuestro Señor, Cristo, Nuestro Señor, Rey de un Universo en el que Él puede transgredir las Leyes si con ello salva al Hombre. Hoy desde una fe muerta se tiene más confianza cultureta. Desde luego la Iglesia no puede ser obra humana.
Saepe expugnaverunt me a iuventute mea: etenim non potuerunt mihi.