En algún sitio estará escrito que las ciudades que saben trabajar saben también divertirse. Y si no está escrito, no deja de ser una verdad como un templo. A Puertollano nadie le puede discutir su carácter abnegado y trabajador. Es una seña de identidad que surgió del subsuelo con personalidad propia, de las profundidades que cavaron sus habitantes en busca de un sustento que requería esfuerzo y sacrificio. Del mismo modo que la luz del sol gana valor cuando la goza quien ha sido privado de ella en su jornada laboral, la diversión es la recompensa que disfrutan a manos llenas quienes se han entregado a fondo en su tarea diaria. Se podría decir que es ley de compensación.
El ambiente festivo de nuestra ciudad se ha visto alimentado por sus avatares históricos y por los sucesivos medios seculares de subsistencia. La intensidad de las celebraciones festivas ha ido consolidándose a medida que se endurecía el modo de ganarse la vida. Por eso, la ciudad ha sido pionera en manifestaciones donde se da rienda suelta a la necesidad del ser humano de gozar de los placeres de la vida. Así sucedió con la apertura de las primeras discotecas a finales de los años sesenta del pasado siglo, un fenómeno que se consolidó en las décadas siguientes.
Si la memoria nos es fiel, la primera discoteca local abrió sus puertas en la calle Gran Capitán con el nombre de Posizen. Su denominación se prestaba a un juego algo tonto de palabras: “Pos izen (pues dicen) que han abierto una discoteca”. Por entonces, al menos los más jóvenes, no sabíamos a ciencia cierta qué era una discoteca y qué se podía hacer en su interior, salvo el hecho de que, fuera lo que fuese, se hacía conjuntamente entre hombres y mujeres. Nada más se necesitaba saber para que ese lugar prometedor y novedoso fuese centro de interés en nuestras conversaciones. Nos vedaba el paso a ese territorio que intuíamos placentero y próximo, nuestros pocos años y escaso dinero.
Es de suponer que el negocio discotequero resultaba rentable ya que en los años siguientes se abrieron varios locales hasta completar un panorama digno de una gran ciudad como ya era Puertollano. Sin pretender un orden cronológico, hacemos un ejercicio de memoria lúdica para rescatar del olvido aquellos espacios que albergaron nuestros sueños y donde nos enamoramos tantas veces. La discoteca Impala 2, (el numeral obedecía a que su dueño, el señor Galo, poseía otra discoteca de igual nombre en otra población) situada en la calle Numancia junto al pabellón deportivo “Luis Casimiro”, desplegaba una monumental escalera con cristales tallados en sus paredes que conducía a la planta alta. Allí se accedía a una amplísima sala que contaba con dos pistas en las que se alternaba el tipo de baile -suelto o agarrado- para elegir el más apropiado a la ocasión. El baile suelto estaba al alcance de cualquiera, el agarrado solo se lograba después de aplicar diversas tácticas de aproximación e incluso rascándose el bolsillo para invitar a quien pretendíamos convertir en nuestra pareja. Por sus granes dimensiones, esta discoteca celebraba conciertos en directo de artistas de renombre nacional, como Rocío Jurado o Sergio y Estíbaliz. También acogía diversos actos del programa de Carnaval, de Navidad, de la Feria de Mayo y Fiestas de Septiembre. Durante muchos años se convirtió en el lugar preferido de los jóvenes, que se concentraban en sus inmediaciones para celebrar botellones. Andando el tiempo cambió su nombre a Ópera y en los bajos, con entrada por el chaflán del pabellón deportivo, se abrió un asador de efímera existencia.
La discoteca Anabel estaba ubicada en la calle Juan Bravo, junto a la cafetería Cecil; ambas eran propiedad de un albañil que llegó a convertirse en constructor, el señor Cecilio. La parroquia transitaba entre las cervecitas de la cafetería y las copitas de la discoteca. Era un espacio aguerrido que concitaba la presencia de una clientela variopinta. En ella se celebró una edición del certamen de Maja de La Mancha, a mediados de los ochenta, que ganó una guapísima puertollanera en un acontecimiento multitudinario.
Pocos años después de la apertura de la cafetería Pop’s en la plaza Villarreal, sus propietarios -los antiguos futbolistas del Calvo Sotelo Juan Portilla y Ramón Posada- ampliaron el lucrativo negocio con la puesta en marcha de una discoteca al fondo del local. Se trataba de un lugar recogido y oscuro, apto para el desfogue de las parejas más temperamentales. Disponía de una iluminación apenas esbozada por unas lamparillas de filamentos sobre las mesillas. Resultaba un misterio cómo eran capaces los camareros (un afectuoso recuerdo al servicial Faustino) de avanzar entre el mobiliario sin tropezarse. Por supuesto, la única música admitida era de ritmo lento y vehemencia rápida con el objetivo de permitir la pronta adaptación al recoleto espacio.
En los bajos del edificio Tauro, haciendo esquina con la farmacia de doña Leticia, abrió sus puertas una discoteca en forma de gruta que recibió el nombre de Drag, quizá como homenaje a las afamadas Cuevas del Drach de Mallorca. Esta singularidad le permitió una rápida aceptación por parte de la fauna nocturna. Se trataba de un espacio acogedor y amplio que organizaba actos de diversa índole. En ella tuvo lugar la subasta con fines benéficos del boceto del Monumento al Minero del cerro de Santa Ana, que se adjudicó Manuel Muñoz Moreno, periodista del Gabinete de Prensa del Ayuntamiento que se había implicado en la campaña para erigir el monumento y había entablado estrecha amistad con su autor, José Noja.
La discoteca Nausícaa, ubicada en la calle Numancia en las proximidades del mercado de abastos, llegó a ser durante un largo tiempo la favorita de los noctámbulos. Alternaba con eficaz resultado diferentes estilos de música para satisfacer todos los gustos. Su éxito dio lugar a que ampliara sus instalaciones añadiendo el local colindante, creando dos espacios con distintos ambientes que multiplicaron la clientela.
Ya avanzados los años ochenta, se unió a la amplia nómina de discotecas la situada en la calle Muelle, frente a puerta lateral de Mercadona, con el nombre de Trazos, que pertenecía a la emprendedora familia Rivera. Era un local amplísimo, habilitado para sala de fiestas, discoteca y celebración de bodas y acontecimientos sociales. En su local se celebraron varios años los actos de carnaval del Ayuntamiento con éxito memorable.
También en los años ochenta se produjo la apertura de una discoteca de verano situada en la avenida de Ciudad Real, un poco más abajo del hotel Cabañas. Alternaba su carácter de discoteca con el de asador al aire libre. Su vigencia se redujo a un par de temporadas a pesar del éxito del primer momento.
Este amplio muestrario pone de manifiesto la vitalidad en el ámbito lúdico de Puertollano. Una muestra más del dinamismo histórico de nuestra ciudad.