Khashoggi- destazamiento ritual que duró siete infernales minutos inacabables- en el consulado saudí de Estambul, probablemente ordenado por el príncipe heredero Mohamed bin Salman, ha conmovido profundamente a todas las personas sensibles y decentes que se han enterado de este hecho tan atroz. En primer lugar, a los propios musulmanes.
Demuestra esta ferocidad salvaje que un pueblo no se desbarbariza sólo con mayor nivel de vida y la tecnología más avanzada y confortable, si no evoluciona su espíritu infrahumano y prehumano hacia un humanismo que, por supuesto, también puede ser de índole musulmán, como demostrase Lessing en su Natán el sabio.
Esa evolución hacia el humanismo y la dignificación del hombre sólo puede hacerse a través de la política, y una política de corte democrático o, al menos, liberal. Una tecnología sin Humanidades sólo sirve para potenciar terroríficamente los instintos primitivos del hombre. Los hijos de los jeques que han estudiado en Occidente lo han hecho sólo en función de la utilidad inmediata de los conocimientos y no con vistas a perfeccionar el espíritu y humanizarlo.
Fuera de los regímenes nacidos con la libertad sólo puede haber barbarie, barbarie en diversos grados en razón de las dosis de libertad política que tengan los pueblos gobernados. Y el poder absoluto – esto es, desligado de las leyes, “legibus absolutus” – supone una barbarie absoluta. No existe asesino tan pervertido que pueda superar en el arte del horror al poder absoluto cuando se ve cuestionado por un súbdito atrevido.
El refinado horror empleado por una decena de versados verdugos en la muerte ritual de Gamal Khashoggi nos recuerda sin duda algunos ensañamientos terroríficos que los últimos emperadores romanos emplearon, y que nos describe escrupulosamente ese gran historiador que fue Amiano Marcelino.
Ya el elegante aristócrata Mahoma, hijo de Abdalá y Amina, siempre cortés, dulce y afable, de modales francos y urbanos, contemplaba con pena e indignación la degeneración de su pueblo a causa de la barbarie, la idolatría y el vicio en que vivía, y decidió unir bajo un solo Dios y un solo rey el espíritu invencible y las virtudes primitivas de los árabes.
Su honda sensibilidad le hizo llamar a Jesús el Apóstol de Dios, y fue el primero que tuvo la idea “sobrenaturalmente cortés” de hablar de la inmaculada concepción de la Virgen María. Un hombre tan civilizado y exquisito como Mahoma, que exigía a sus amigos que hablaran con libertad, jamás hubiera aprobado el nivel de brutalidad y crueldad gratuita que supone la muerte de Gamal Khashoggi, y como buen Quraysí hubiera repudiado tan nefando acto con horror, y hubiera dolorosamente sentido soturno y desmazalado que todos sus esfuerzos titánicos por haber querido civilizar a todas las primitivas tribus de Arabia los había realizado en balde ante esta infamia del poder absoluto.
El infinito amor por el pueblo árabe jamás le privó de amonestarlo cuando éste cometía excesos de puro primitivismo. Porque este asesinato horripilante no es un crimen mahometano sino antimahometano. Un crimen que debería recordar la bárbara época anterior a Mahoma y no el Islam. El alma árabe, tan románticamente cantada en grandes películas como Lawrence de Arabia, del épico cineasta David Lean, la vemos ahora pervertida y fea en tan horrible e ignominiosa acción.
Decía el genial médico y biólogo francés François Jakob que “la proporción de imbéciles y de malvados es una constante que se encuentra en todos los estratos de la población, entre los científicos como entre los agentes de seguros, entre los escritores como entre los campesinos, entre los curas como entre los políticos, y aumenta dicha proporción en situaciones de miedo y falta de libertad”. Sólo con la desaparición del absolutismo despiadado de Arabia bajaría la proporción de cobardes y malvados.
Por otro lado, causa un rubor terrorífico pensar que los burdos intereses – ciclópeos, enormes – que tiene el “democrático” Occidente con la Arabia Feliz hayan impedido una respuesta contundente y clara contra ese gobierno, hierático y sacral, además de homicida, que es el Estado de Arabia Saudí. No es menos culpable el fariseísmo occidental del horror árabe que los propios espectros de la autoridad árabe. El gobierno árabe, con la ayuda de este fariseísmo calvinista, consigue desmembrar y expeler de la sociedad a la que domina todo lo que no le conviene; para desplazar fuera de la historia, de la fábula inmediata de sus intereses, ganancias y secretos inconfesables, cualquier contestación; para desarticular con el hacha o la sierra forense cualquier gesto de rechazo.
El nazismo demostró que no tiene por qué existir desajuste entre la más alta tecnología y el alma más primitiva, que no existe anacronismo ninguno entre la filosofía tecnológica y la más salvaje barbarie, que la brutalidad y la ciencia pueden compaginar perfectamente, porque es sólo el humanismo y no la ciencia lo que nos hace humanos, y no existe animal más peligroso que el más altamente tecnologizado.
Es verdad que en Arabia puede haber contradicciones, pero la memoria del pasado nos enseña que a veces las contradicciones se prolongan, como las paralelas de Euclides, hasta el infinito, y que hay reformas que adaptan el poder de siempre a los tiempos nuevos, repintando un poco los muros.
Finalmente, la horripilante muerte de Gamal Kashoggi aumenta el daño moral y publicitario al ya muy dañado Islam: ¿Cómo extender el Islam en un mundo que ve con terror y aprensión lo que hacen con sus súbditos disidentes o no lacayos las teocracias islámicas que quedan en el mundo? Los EEUU de Trump deben mirar un poco más la ética y el legado inmarcesible que sus Founding Fathers les dejaron en sus relaciones internacionales.