En el verano del año 1975, cuando Franco languidecía, tuve la oportunidad de conocer a un cantero en la sierra madrileña que, durante años, había trabajado en las obras del entonces conocido como Valle de los Caídos —hoy renombrado como Valle de Cuelgamuros, por exigencias de la Ley de Memoria Democrática—. Este hombre trabajó primero como preso y cuando cumplió su condena, lo siguió haciendo como trabajador libre.
Era un profesional experto en el manejo de las herramientas propias de su oficio en aquel paraje montañoso, de gélidos inviernos y de veranos menos calurosos. Sorprendía su destreza en el uso de la chocla, el cincel, el cortafrío o el puntero, así como las macetas o martillos que usaba para darle forma a la indómita y dura piedra de granito que se utilizaba como elemento de construcción habitual en aquellos pueblos de la Sierra de Guadarrama.
Lo recuerdo como al protagonista de la canción de Víctor Manuel, —El abuelo Víctor—, “con el pitillo apagado entre los labios”. Consumía tabaco de liar y usaba una petaca de las grandes para que no le faltara la picadura a la que, siendo un chiquillo, se había aficionado. Su aspecto delataba a un hombre moreno de rasgos muy marcados. De piel curtida por el viento y el sol de la sierra, destacaba por su tamaño menudo y por su gorra calada hasta las orejas.
Mientras trabajaba la piedra, con sus manos en constante movimiento, hablaba de sus cosas sin mirar y sin cometer ningún error o descuido que lo pudiera lesionar. Su trabajo era apreciado como si de un artista se tratara. El de cantero había sido el oficio de su padre y su abuelo, y posiblemente también, el de sus antepasados. Estaba muy cotizado porque era un experto en labrar la piedra para hacer sillares o tranqueros, para esquinas, jambas o dinteles.
Pero su vida no debió de ser fácil. En su juventud tuvo esperanzas de lograr mejorar el estatus familiar, pero la guerra, se las truncó. Él trabajó en las trincheras que se hicieron en el frente republicano de la sierra madrileña. Pero al terminar la guerra, lo condenaron a veinte años de prisión y después fue destinado al Valle de los Caídos, donde colaboró con el conocido y prestigiado escultor, Juan de Ávalos García-Taborda.
Cuando obtuvo la libertad, se le invitó a seguir trabajando con este escultor extremeño, pero como trabajador libre. Y él, sin dudarlo, aceptó la propuesta. Consideraba que ese trabajo era muy importante y creativo, independientemente de su condición de trabajador ex-preso. Y, cuando se terminaron aquellas obras, a él no le faltó la faena y siguió trabajando en aquella zona haciendo lo que había hecho siempre. Tallar el granito.
Pero su profesión tenía sus riesgos. En ese momento, con cerca de sesenta años, se ahogaba y parecía faltarle el oxígeno. Él lo achacaba al tabaco, aunque las más de las veces el pitillo permanecía apagado entre sus labios. Coincidía en el bar con un jubilado leonés que vino a la zona para poder respirar el aire puro de la sierra madrileña. Allí había un sanatorio para tuberculosos y, era habitual ver a enfermos de silicosis, como aquel minero leonés.
En el bar solían coincidir con El Chango, un segoviano de unos cuarenta y cinco años, que trabaja por allí. Este llevaba con dignidad su involuntaria soltería. En sus veladas vespertinas alternaban los tres, desinhibidos de las exigencias a las que se tenían que someter en su vida cotidiana. El segoviano cantaba jotas mientras lo acompañaban sus dos amigos. Mostraban una imagen melancólica pero la bebida les hacía olvidar sus penas.
En el invierno siguiente, el minero leonés, falleció y, El Chango, se fue a su pueblo en la sierra segoviana. Por ello, Elías, —que así se llamaba el cantero—, se sintió solo y casi desarraigado de su propia tierra. En las tardes de invierno, él solía jugar al mus con desgana y enjugaba sus penas con sus inseparables chatos de vino. Unas penas que había tenido desde siempre. Ahora vivía solo en la casa de sus padres, que habían fallecido hacía algunos años.
Como no regresé por aquel paraje de extraordinarios paisajes montañosos, no volví a saber de él, pero siempre he imaginado su destino y las vicisitudes que debió tener el resto de sus días. Y siempre me lo he imaginado como a muchos enfermos de silicosis que pasaban sus últimos días allí, aunque en su caso, —por no ser minero y por no estar protegido por las privilegiadas condiciones de estos trabajadores—, con mayores dificultades económicas.
De él, siempre me sorprendió que se sintiera, más que un maestro artesano, casi un artista del moldeado y el tallado de la piedra. Y como el buen profesional en el cuento de los tres canteros, no solo sabía qué hacer y cómo llevarlo a cabo, sino que sabía para qué y se sentía parte de un proyecto mucho más amplio. Por eso siguió trabajando en aquella magna obra, cuando había dejado de ser recluso.