Bruce Willis vuelve a su infancia para intentar cambiar el pasado y, desde ahí, todas sus consecuencias futuras. Ha conseguido enfrentarse a los matones infantiles, ha vencido la pelea: pero los problemas no se han solucionado.
La clave no está en una pelea; la solución no radica en volver al pasado y cambiarlo. El pasado no se puede cambiar: esta es una de las claves que hacen posible el mensaje realista de la película.
Después de la pelea, su madre, enferma, tiene que ir al colegio para recoger al niño y pedir que no sea castigado. Al llegar a casa, el padre se enfada con el niño: ¡está “matando” a su madre con su comportamiento! El niño recibe, entre gritos, la noticia de la enfermedad de muerte de su madre y, además, el padre lo culpabiliza y le hace una petición: “¡Crece ya, no llores más…!”
Esta ha sido la clave de toda su vida posterior: no ha vuelto a llorar y ha dejado atrás su infancia: sin recorrer, sin superar, sin asumir.
¡Cuántas vidas han sido rotas por el sentimiento de culpabilidad de un menor por los problemas de sus padres!
Bruce Willis contempla la escena y comprende que ahí está el momento traumático de su pasado que ha configurado su vida desde la apariencia y la falta de amor. Contempla a su padre gritar de impotencia y se ve a sí mismo llorar sin comprender, asustado y sin respuesta. Ahí comenzó el tic, ahí dejó de llorar para siempre, ahí saltó hacia una adultez sin madurez, sin cimientos, sin infancia. A partir de ese momento se inmunizó contra toda debilidad… y perdió la alegría.
Entonces, rompe a llorar y se abraza a sí mismo en la niñez, abraza su infancia y su debilidad. Este es el momento clave de la película: abrazar el propio pasado, quererse a sí mismo en lo que ha sido; vivir en la verdad, no en la huida; vivir en lo real, no en la imagen. ¡Qué sanador sería contemplar esta escena despacio y mirarnos a nosotros mismos con todo lo que hemos vivido! El gran trauma de la vida es no quererse a uno mismo, despreciar el pasado, la historia, las personas que estuvieron junto a nosotros.
¡Aprender a volver a llorar, asumir y limpiar lo que somos desde el agua del alma que todo lo sana!
En el mismo instante en que llora y se abraza a sí mismo, el protagonista perdona a su padre: explica al niño el porqué de sus gritos, comprende los miedos de su padre y su impotencia. Es imposible aprender a perdonar a los demás si no somos capaces de amarnos a nosotros mismos.
Efectivamente, no se puede cambiar el pasado: se lo dice explícitamente el protagonista como adulto a sí mismo como niño; pero se puede conocer y sanar para poder cambiar el presente. Nuestra historia es la fuerza que tenemos para construir nuestra vida; a menudo, esta fuerza se convierte en destructora y se vive como una carga difícil de soportar, como un lugar del que se debe huir. El miedo a nosotros mismos es la gran losa que impide la felicidad. Pero es posible superar el miedo y afrontar sus causas.
Es verdad que hace falta mucha valentía, mucha fuerza interior; hace falta, más aún, mucha humildad y deseos de verdad. Y hace falta, también, recibir ayuda. Nadie puede construir solo una vida con sentido; podemos triunfar en solitario, pero nunca podremos hacer llegar, aislados, la alegría al corazón. Solo los demás nos hacen sonreír.
Es importante encontrar una motivación que nos empuje a buscar ayuda, a vivir en la verdad, a bucear sin miedos en lo que nos configura desde dentro y desde atrás.
He compartido la película El chico con amigos y alumnos: he visto sus rostros llenarse de sorpresa, como el mío, porque esta parábola sin pretensiones aporta mucha luz para la educación desde su ternura y sencillez.