No es que yo quiera dármelas ahora de original, ni de vanguardista, pues esto que se va a expresar, está ya muy sabido, es a lo mejor viejo, y ha sido suficientemente dicho. Pero también está muy silenciado y resulta entonces rara avis. Por lo que de cuando en cuando tiene que hacerse oír y rebautizar. Sí, además se echa en falta, contrariamente a lo que se piensa, que decirlo redundará en beneficio de la Mancha, aunque sea a muy largo plazo.
Siempre que llegan estas fechas, volvemos al Quijote con la machacona creencia de quien espera justificar la excelencia de la lengua que nos parió, y de los grandes libros y escritores que la abalan. Es de bien nacidos, claro está, reconocer la magnanimidad de la lengua y la ejemplaridad de los grandes libros, del libro en general, sede de la cultura creativa. No cabe duda, tenemos una gran deuda con los libros y con quienes los escribieron, con la lengua en que los leemos. Aunque seamos también deudos de sus errores, cegueras, maldades y aviesas o sectarias intenciones.
Pero la deuda que La Mancha ha contraído con Cervantes va más allá del paradigma, yo diría que lo trasciende. Por eso, al llegar la efeméride libresca, el mito-quijote toca doblemente a esta tierra. ¿Alguien podría aventurarse en ella sin Cervantes, sin sus criaturas don Quijote y Sancho Panza? ¿Sin dulcineas, sansones, magos encantadores y gigantes como molinos? No ya las glorietas y rotondas coronadas por el bronce, también jardines con la piedra, y toda suerte de rótulos publicitarios en plásticos diversos y cartón. Nombres de empresa, actividades deportivas, iniciativas culturales se vinculan al mundo de la fantasía hecho realidad, se desarrollan como un más allá de la patraña urdida por don Miguel de Cervantes. Ficción que desgarra incluso la biografía del propio escritor, entre la ortodoxia alcalaína y la heterodoxia alcazareña. ¡Qué pueblo, ciudad, lugar manchego, no se disputa este o aquel pasaje, a este o a aquel personaje histórico o no!
Figura fantástica
Ya en Filosofía del Quijote anuncié con no poco desencanto, la dependencia que la patria había generado respecto de la figura fantástica de don Quijote, y cómo esta irrealidad cervantina había llegado a convertirse, paradójicamente, en un “tremendismo real”. En efecto, ¿qué sería de La Mancha si de repente se desvaneciese la huella del gran libro? ¿Qué sería sin estos signos o símbolos, sin este sentido por el que andamos descuidadamente, inadvertidos de nuestra entrega soberana a la irrealidad? En efecto, curiosamente, el Quijote pone sentido en esta tierra, un sentido real, un oriente que orienta. Ser manchego es poco menos que ser quijotesco o sanchopancesco. Mancheguismo es rendir pleitesía a una obra de ficción de los inicios del XVII e identificarse con ella.
No sabemos si merece la pena plantearse siquiera hasta qué extremo La Mancha retratada por Cervantes es real, ideal, o simplemente ridícula ironizada. O si aquella Mancha de hidalgos y ganapanes pudo influir en su discurrir literario. Hemos echado para adelante ciegos y poseídos, entusiasmados del renombre que habría de alcanzar la patria. Tanto ha sido así, que las demás venturas y valores aplicables a la región manchega, han quedado canijos, raquíticos, ocultos. La obra de Cervantes se lo ha comido todo, ha convertido a los manchegos en habitantes de una ínsula artificial, literaria. Nos prolongamos por lo tanto como personajes, actuantes en el robado y secuestrado sueño cervantino. Acrecemos el mundo de la fantasía y lo hacemos reverberar en la realidad.
Necesidad de mitos
Es verdad que las tierras y las gentes que habitan esta ínsula fantástica necesitan, como las gentes de todas las tierras y patrias y de todo lugar, de mitos. Necesitan creer en sus sueños, forjar un mundo de caballeros andantes y, a través de él, mudarlo para regresarlo a su edad dorada. Los manchegos vivimos ese áureo sueño en el extremo quijotismo, convertimos todo en novelería. Damos gigante realidad a una ficción, al tiempo que vulgarizamos a las musas transmutándolas en soeces aldeanas. Aunque no sólo se requieren mitos, necesitamos configurarlos, esto es, construir mitemas y renovarlos para seguir creyendo en ellos, al tiempo que darnos identidad. Pero, ¿qué otra mitología manchega se le ocurre al lector, que no sea esta de las páginas cervantinas de las que tanto alardeamos en estas fechas? ¿Qué buscaremos y qué podrá definirnos? ¿Qué nos une y “tragicomiza” tanto como este don Quijote con su quijotismo, este Sancho con su sanchopancismo, y todos los derivados adláteres en la siesta de una tarde de calígine de un manco desilusionado? Hemos quedado incapacitados para generar otros mitos. Hasta el momento. Convendría ir desmontando el talabarte.
En la elisión de esos otros mitos, en la hipertrofia de éste, reposa toda la fuerza de nuestra menesterosidad regional. Y esto acaso sea, ahora, un comentario disonante.