Según los mismos textos bíblicos, la causa de este drama fue el pecado repetido por parte del pueblo que, infiel a la alianza, pierde la tierra que recibió en virtud del pacto que Dios hizo con su pueblo en el Sinaí.
El pecado no fue algo instantáneo, ni quedó reducido a algunos dirigentes de la nación: todos los estamentos del pueblo fueron culpables y el pecado se prolongó durante siglos. El Dios de la alianza no dejó de enviar profetas para intentar evitar el desastre, para llamar a los dirigentes a la conversión y al pueblo a enderezar el camino, pero fue en vano. Al final, nos dice el texto bíblico, que «ya no hubo remedio».
Medio siglo después, en tiempos del rey Ciro de Persia, las circunstancias políticas de los grandes imperios hicieron posible que los exiliados regresaran a su tierra y comenzaran la reconstrucción del templo y la restauración de la alianza.
La liturgia nos ofrece este acontecimiento histórico del Antiguo Testamento en paralelo con la muerte de Jesús de Nazaret en la cruz. Ambos hechos son, ciertamente, los momentos más dramáticos de cada una de las etapas de la alianza; pero tienen en común también algo más profundo: la forma en que el Dios bíblico lleva adelante la salvación.
Retrasar el desastre del exilio no era suficiente para conseguir la conversión del pueblo: fue necesaria la destrucción para que llegara, años después, un nuevo comienzo. Dios no solo ayudó a Israel intentando evitar el desastre, enviando profetas, retrasando el castigo: al final, la ayuda definitiva vino después de la derrota.
En la historia de Jesús de Nazaret, tampoco Dios evitó la condena de Jesús –en este caso, realizada contra un inocente–, la salvación vino después de la derrota, después de la cruz.
La destrucción del templo y la crucifixión del cuerpo de Jesús no significaron la ausencia de Dios y la falta de salvación, sino una forma nueva de salvar, una manifestación de la misericordia de Dios que supera el pecado y sus consecuencias cuando no parece haber solución, cuando el hombre fracasa en todos sus intentos.
A menudo, Dios interviene para que las consecuencias del pecado no se correspondan con la magnitud de la culpa, interviene y «no nos trata como merecen nuestros pecados»; pero no es suficiente con apartar el castigo, con retrasar el desastre, con paliar las consecuencias de nuestras culpas: Dios quiere una salvación definitiva, el misterio de su voluntad hace posible que su gracia supere nuestro pecado, nuestro empeño en alejarnos de él.
En la forma que Dios tiene de actuar aprendemos que siempre es posible la esperanza, que la derrota no es el signo de su ausencia, sino aurora del resplandor de su inmensa misericordia. Nada, ni siquiera la muerte, es el final de su camino con el hombre; nada, ni siquiera la muerte, puede acabar con el amor de Dios: «Nada ni nadie pueden apartarnos del amor de Dios manifestado en la cruz de Cristo Jesús».
El pecado es real, enorme; sus consecuencias, también; pero mucho más grande es la misericordia de Dios: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia». El pecado es real, y nos vence muy a menudo, pero ha sido vencido por el Hijo de Dios. La muerte es real, y nos llena de temor, pero también ha sido vencida por aquel que entregó su vida por amor.
El exilio del pueblo y la cruz del Mesías no son el final: el futuro más negro ha sido superado por el Hijo de Dios y se nos abre una esperanza que nada ni nadie pueden ya arrebatarnos.