Por otro lado, los saduceos son los más conservadores entre todas las sectas del judaísmo de su época: se aferraban al pasado, solo reconocían como sagradas las Escrituras más antiguas, los cinco libros de la Ley de Moisés; todo lo posterior, los profetas y los demás escritos bíblicos, eran rechazados por “modernos”, por no remontarse al origen. Debido a ello, las doctrinas que no se pueden remontar a esos escritos tampoco eran aceptadas; por ejemplo, la fe en la resurrección de los muertos. Este “dogma” había sido introducido con posterioridad a la época de Moisés y, por ello, era rechazado.
Esta cerrazón en el pasado iba unida a unas costumbres sociales de lo más “modernas”: vivían con todos los lujos de la cultura romana. Eso sí, respetando los baños rituales y las prescripciones de pureza ritual. He aquí otra sutil paradoja: se aferraban al pasado en lo religioso, pero estaban abiertos a todos los adelantos en los demás ámbitos de la vida.
La resurrección de los muertos
Ya hemos hecho mención de otra posible paradoja: los dirigentes religiosos de Israel no creían en la resurrección de los muertos. Se podía ser creyente, y practicante hasta los mínimos detalles, pero no confiar en el futuro; se podía creer en Dios, en el Dios creador y el Dios de la alianza, pero no creer en una vida con él más allá de la muerte. Me cuesta descubrir la coherencia de esta religiosidad; pero así fue, así sigue siendo para algunos creyentes, también en el ámbito católico.
¿Cómo aceptar un amor sin futuro? ¿Cómo no quejarse ante Dios de la muerte de los seres queridos y nuestra propia muerte? Una de las preguntas claves del hombre, según Kant y muchos otros pensadores, es “¿qué me cabe esperar?”. “Nada”, dirían los saduceos. A lo sumo, el recuerdo en los demás, como la fama entre los griegos; la perpetuación de la especie, diríamos hoy.
Más allá de la coherencia o no de esta religiosidad de los grupos dirigentes de Israel hace dos mil años, la pregunta clave no es esta, sino la pregunta sobre la verdad o no de nuestra esperanza.
Los cristianos no afirmamos la fe en la resurrección de los muertos por una coherencia intelectual con el resto de nuestras creencias. La coherencia lógica es fundamental, imprescindible (como también lo es la coherencia de vida); pero el origen de nuestra confianza no es ese, no es un acto de reflexión, o un aferrarse a una verdad para vencer el sinsentido de la vida. El origen de nuestra fe es la palabra de Jesús.
Los fariseos
Aunque no eran dirigentes, los judíos más religiosos y más coherentes en la época de Jesús eran, seguramente, los fariseos. Fue el grupo más cercano al Maestro de Galilea: por eso también fue con el que más discutió. Los fariseos no eran sacerdotes, pero se tomaban en serio la religiosidad en todas las dimensiones de la vida; no eran tan amigos del poder romano y estaban más cercanos al pueblo, aunque rechazaran a los pecadores y a ciertas personas con oficios impuros. Los fariseos sí creían en los profetas y estaban más abiertos a la novedad de Dios: por eso creían en la resurrección. Como ellos, también Jesús afirma la vida después de la muerte.
Los discípulos de Jesús creemos, antes que en cosas y contenidos, en la palabra del Hijo de Dios: nos fiamos de él; creemos lo que creemos porque él lo dice. Solo él conoce a Dios y el misterio de lo real. Por eso, nuestra fe se fundamenta en su testimonio. Por eso, confiados en su palabra firme, esperamos con seguridad la resurrección de nuestra carne y despedimos a nuestros seres queridos con esperanza, anhelando un reencuentro que el Resucitado hará posible.