Lo dijo en cierta ocasión el mismo Arthur Koestler: “Yo soy un humanista del futuro, un hombre al que le ha tocado ver la caída del homo sapiens”. Bien sabemos que han pasado muchas cosas desde entonces, que las controversias, sobre todo de los políticos y la sociedad han sido tan sorprendentes como no podíamos imaginar. Pero no es sólo a esto a lo que quiero referirme en este artículo, sino a un humanista que defendió sus ideas y creencias a cambio de de su propia vida. Arthur Koestler, nacido en Budapest, abandonó el judaísmo y el sionismo y prosiguió fiel a lo que entendía que era lo esencial del humanismo. Sus ensayos y libros levantaron fuertes polémicas en los años sesenta y setenta del pasado siglo.
Hijo de padre húngaro y de madre vienesa, vivió las más desgarradoras aventuras de aquella época. Estuvo en la guerra de España como corresponsal del News Chronicle londinense. Luego, al poco tiempo, se vio envuelto en los horrores de la segunda contienda mundial. Y siempre bajo el entusiasmo y la desolación más profunda. En mil novecientos treinta y uno ingresó en el partido comunista, creyendo que allí estaba la gran panacea de la hambruna universal, pero siete años después recogió recogió velas, comprendiendo su enorme error. Creyó firmemente que los seres humanos podíamos llegar del cero al infinito, título de uno de sus libros más importantes. Comprendió que presidir una nación tiene mucho menos mérito que humanizarla.
Hay que acercarse mucho a Koestler para comprender su vida y su obra; leer con suma atención la dura odisea que supuso su existencia. En Sevilla, como Miguel de Cervantes, estuvo preso y allí parece ser que escribió algunos de los capítulos de uno de sus libros más famosos, El cero y el infinito, luego llevado al cine son gran éxito. Sevilla resulta fundamental en la biografía de Koestler, pues en la ciudad hispalense estuvo condenado a muerte, pasando los momentos más trágicos de su vida; hasta el extremo de ser colocado frente al pelotón de fusilamiento. El caso nos recuerda lo sucedido a Fedor Dostoievski en su juventud revolucionaria. Fue aquella una experiencia –la de estos grandes escritores—que marcó para siempre sus horas más cruciales, cuando su pensamiento entró en colisión con los fines intelectuales y políticos que se habían trazado.
A Arthur Koestler hay que buscarlo en sus obras, en su manera de proceder, en el final de su vida y en la de su esposa. En Eclipse solar nos ofreció la crónica de su desengaño estalinista; en Flecha azul, nos hablará de sus propias convulsiones interiores; en El caballo y la locomotora nos aproximará al problema de las ciencias y la tecnología. Porque Arthur Koestler ya atisbaba los escalofriantes misterios del futuro, los gozos y las sombras del del evolucionismo. Había escrito que el problema del mundo actual consiste en que nos faltan estructuras para contener las zancadas científico. Había escrito y las sombras del evolucionismo, que ya no nos valían los viejos esquemas. ¿Quería dar a entender que los seres humanos, más allá de nuestra propia naturaleza, nos habíamos rebasado a si mismos, dándonos con fuerzas que iban más allá de nuestros propios recursos? Puede que uno de sus más certeros pensamientos: “Debemos reconciliar la fe y la razón y creo que el único remedio contra la locura se encuentra en la bioquímica”.
Es muy probable que su grave estado de salud –se dice que padecía leucemia—le exacerbara la mente en los últimos tiempos de su existencia, y cómo en el caso de don Francisco de Goya el sueño de la razón la produjese monstruos. Pero también es cierto que Arthur Koestler fue una consecuencia de su propio drama interior, que su filosofía, su periodismo, sus ensayos le situasen al filo de un falso iluminismo, a traspasar los límites de la realidad. Murió en Londres ya en la ancianidad, que en aquella época llegaba mucho antes y poco debía esperar de la vida cuando él mismo se encargó de ponerle punto final, acompañado de su tercera esposa, la inglesa Cynthia, con la que vivieron un gran amor.