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El maqui

"Aunque su vuelta a la normalidad no fue fácil. Tenía que acomodarse a su nueva situación después de muchos años subsistiendo en las montañas" -Monumento al maquis en Santa Cruz de Moya (Cuenca)-
«Aunque su vuelta a la normalidad no fue fácil. Tenía que acomodarse a su nueva situación después de muchos años subsistiendo en las montañas» -Monumento al maquis en Santa Cruz de Moya (Cuenca)-
Manuel Fuentes Muñoz

Para la mayoría de los hombres la guerra es el fin de la soledad. Para mi es la soledad infinita.

ALBERT CAMUS

                A mediados del año 1976, conocí a un personaje que, como tantos otros, llamó mi atención y curiosidad. A él lo llamaban El maqui y alrededor de su persona había un halo de heroicidad, pero de víctima a la vez, por lo padecido en la ya lejana guerra civil y, sobre todo, en la larga y dura posguerra. Trabajaba como encargado de parques y jardines en un ayuntamiento de la sierra madrileña que tenía a su cargo unos veinte trabajadores.

                Este hombre rondaba ya los sesenta años de edad; tenía un aspecto menudo; cabello negro rizado; la piel curtida; y una mirada que parecía penetrar la de su interlocutor como si se tratara de la de su enemigo más irreconciliable. Sabía organizar a sus operarios aunque el ordeno y mando era su forma de hacerse respetar por ellos. Pero, sus trabajadores, le temían más de lo que respetaban sus decisiones. Por lo que la tensión con ellos era inevitable.

                Su pasado recluido en las montañas de la sierra madrileña, —donde permaneció durante décadas—, era una buena carta de presentación para que aquella comunidad lo respetara casi de forma incondicional. Pero su carácter le generaba enemistades donde menos se esperaban. Y la incomodidad, más que las sospechas de sus jefes, pusieron en cuestión sus métodos de trabajo y sobre todo del manejo de los trabajadores que tenía a su cargo.

                Eso le llevó a tener una supervisión más directa del concejal responsable, lo que limitaba su capacidad de organización. Con aquella decisión se quería suavizar su áspera forma de tratar a quienes laboralmente dependían de él y para recuperar la necesaria paz social con los trabajadores municipales.

                En 1969, treinta años después de finalizada la contienda, el régimen de Franco había decretado la prescripción de todos los delitos cometidos antes del 1 de abril de 1939. Ello permitió un indulto, —pero no la amnistía—, de todos los delitos cometidos durante la guerra civil española. Muchos de los que permanecían exiliados; escondidos como topos en sus propias casas; o refugiados en las montañas, entre otros espacios, fueron sus beneficiarios. 

                Sin embargo, algunas de estas personas, desconfiaban del régimen, por lo que prolongaran su situación anterior durante algún tiempo. Los hubo quienes, hasta la muerte de Franco, no volvieron o salieron de sus escondites. Algunos más, esperaron hasta que hubo elecciones democráticas y solo entonces normalizaron su situación. Nuestro protagonista regresó a casa en 1970, casi un año después de la entrada en vigor del decreto de indulto.

                Aunque su vuelta a la normalidad no fue fácil. Tenía que acomodarse a su nueva situación después de muchos años subsistiendo en las montañas. Allí la disponibilidad de lo esencial para poder vivir, era muy limitada. El agua se la proporcionaban las pozas o el deshielo de las nieves. La pesca, el río; y la carne, la caza furtiva que practicaba en el monte, aunque en este caso, lo hacía sin usar armas de fuego lo que le obligaba a usar trampas o cepos.

                Una de las costumbres que más le costó abandonar fue su forma de dormir y descansar. En la montaña solía estar vigilante y por la noche permanecía en duermevela como una forma atávica de supervivencia. Otra fue el uso del fuego. En su refugio, hacía arder la leña por la noche para que el humo no lo delatara y aprovechar el calor de las ascuas durante el día. Eso sí, la leña no le faltó, ya que él había sido leñador en aquel monte durante muchos años.

                Utilizaba, principalmente, dos espacios donde cobijarse por la noche y hacer su vida durante el día. Uno era un refugio de cazadores que usaba en los periodos de veda, sobre todo en los días de primavera y en verano. Y el otro, era una cabaña de leñadores abandonada desde hacía años, que él la acondicionó como su estancia principal durante su voluntario y prolongado refugio en aquellos años de persecución de quienes eran contrarios al régimen.

                Pero este hombre no era un maqui. No daba el perfil de lo que se consideraba como tal: el guerrillero que luchó contra el régimen una vez acabada la guerra. Él no formó parte de ningún grupo de personas a los que buscaban las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, aunque sí que recibió apoyo de quienes le ayudaron a sobrevivir. Y no intervino en las hostilidades que se infligían al nuevo régimen para subvertir el nuevo orden establecido.

                Públicamente, no asumía responsabilidad criminal alguna. Pero no negaba su filia con partidos de izquierda durante la Segunda República y a lo largo de la Guerra Civil. Él sólo había sido un superviviente que, por su legítimo temor a ser detenido, acabar preso o algo peor, se refugió en el lugar que mejor conocía: su añorada montaña.

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