La vida consiste en atravesar un desierto más o menos extenso según nuestro destino. Unos pocos elegidos lo sortearán yendo de un oasis a otro. Los más, apenas vislumbramos espejismos en el horizonte. Las emociones, las pasiones, los deseos y esa eterna búsqueda de la felicidad son ilusiones ópticas que, sin embargo, nos animan a realizar el viaje. Ilusos aquellos que manifiesten seguridad, porque ese transitar, ese recorrido, siempre es un itinerario en precario y repleto de sorpresas.
Pero a pesar de la certera y segura derrota del final de la vida, todo ser humano tiene un mínimo deseo de perdurar, quiere trascender y anhela que su paso por la tierra no sea en vano, que no pase inadvertido. Todos, o la gran mayoría, tratamos con nuestra trayectoria vital dejar un ejemplo, un recuerdo, una semilla, un poso en la memoria de nuestros seres queridos, de los amigos y de algunos de los que tuvieron alguna relación con nosotros.
Deseamos que durante un espacio de tiempo más o menos largo y a través de imágenes en fotografías, películas o vídeos, o al releer cartas, documentos, escritos e incluso en conversaciones donde se hacen alusiones sobre nuestras manías, nuestra risa, nuestra forma de trabajar o de actuar, queremos que nos recuerden, que mencionen nuestro nombre y hagan un esfuerzo mental tratando de visualizar nuestro físico ya desaparecido.
Ese sentimiento de perpetuarse en el tiempo puede ser trivial. De repente surge sin más, viene a la mente inconscientemente y después se disipa. O por el contrario resulta obsesivo, tanto, que puede llegar a ser un trastorno enfermizo y pernicioso. Lo más lógico es aceptarlo como tal sin llegar a los excesos por defecto o por exceso.
Muchos, muchísimos nombres de hombres y mujeres sufriremos el galope despiadado del tiempo y su imparable transcurrir dará buena cuenta de esos deseos. Como un caballo desbocado de afilados cascos segarán la semilla del recuerdo, arrancarán la seca hierba en la que se convirtió nuestra vida, pasarán de largo y muy pronto, nadie se acordará de nosotros. Quizás porque nuestros descendientes apenas tienen argumentos para evocar sobre unas vidas tan anodinas e insustanciales, tal vez porque no se sembraron emociones ni sentimientos, porque apenas hemos transmitido nada.
La vida de mucha gente es comparable a la evolución natural de cualquier planta “nace, crece, se reproduce y muere”. Acaso la verdad es así de simple y sólo algunos quieren o queremos adornarla con adjetivos altisonantes, pura retórica para justificar una diferencia que quizás no exista.
Siempre al final nos espera el gran fracaso de “la muerte” como destino cierto, fin de la etapa. Según para quién, inicio de la eternidad, vuelta al ciclo de la energía, de la naturaleza o a la nada más absoluta. La muerte es verdad y misterio y casi siempre nos sobrecoge, nos asusta por más palabrería que pretenda aceptarla, descifrarla o comprenderla.
Las necrópolis a pesar de la multitud de dedicatorias e inscripciones afirmando fechas y nombres rezuman anonimato en general.
Pero su nombre y su imagen, en definitiva él, de vez en cuando vuelve a mi recuerdo, con su ausencia me desafía para que vuelva al pasado. Las palabras de su epitafio me animan a rebuscar en su vida, en la honestidad y honradez que practicó y me pregunto por tantas incógnitas, por ejemplo, si fue generoso o no.
Allí, en la quietud del camposanto aparte de tantas diferencias en función del dinero, del estatus social o de la religión, el matiz en la frase puede ser importante: “Fue un hombre bueno o fue un buen hombre”. Parecidos pero diferentes. Uno de los dos epígrafes lo determina, le hace justicia y, aunque nadie pueda ponerle cara, este texto le recuerda y lo recupera para ralentizar el olvido total en la memoria colectiva de los suyos.