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El pregón

Imagen de archivo de una de las actuaciones del pregón de ferias / Lanza
Imagen de archivo de una de las actuaciones del pregón de ferias / Lanza
Eduardo Egido Sánchez

Hay llamadas telefónicas que se te sacan de quicio. Ya saben: son las cuatro de la tarde y te encuentras dormitando plácidamente tras la tortura del Telediario. En ese preciso instante, resuenan los timbrazos del teléfono y compruebas en el visor el aviso “Llamante no deseado. Sospecha”. No contestas, pero el dolor de cabeza por la súbitaalteraciónpermanece un rato largo.

            En cambio, hay otras que te disuaden de responder solo cuando aparece en el visor un nombre identificado. Aquella era también de un número desconocidopero no aparecía la consabida advertencia. Me pilló en el supermercado, al mediodía, en esa hora encrucijada en la que los jubilados en proceso de adaptación no sabemos muy bien qué hacer y que aprovecho para comprar mis pequeños caprichos:una bolsa de “Gildas”, aguacates, una botella de whisky, un paquete de té chai, aquello que mi mujer no incluye en la cesta de la compra por considerarlo gollería.

            -Dígame -respondí un poco a la defensiva.

            -Es usted don Francisco Martín, ¿verdad? -quiso confirmar mi identidad una voz de mujer que parecía mecer las palabras.

            -Sí, soy yo -asentí con disposición favorable por la dulzura de la voz.

            -La alcaldesa de Puerto Alto desea hablar con usted. ¿Me permite que le pase la comunicación? -solicitó convincente.

            -Sí, sí, por supuesto -me apresuré a ratificar.

            De ningún modo esperaba que se pusiera en contacto conmigo la alcaldesa de mi pueblo natal, al que regresaba de higos a brevas, más por entierros que por celebraciones. Me refugié en la sección de perfumería, menos masificada que las demás, para poder hablar sin interferencias.

            -Buenos días, don Francisco -saludó la alcaldesa con familiaridad- Le llamo para pedirle que pronuncie el pregón de la Feria de Agosto -propuso con voz cantarina-. La Comisión de Gobierno del Ayuntamiento le ha elegido por unanimidad -remató para disipar cualquier duda sobre la decisión.

            Luego guardó silencio, supuse que esperando mi respuesta.

            -Vaya, vaya, qué sorpresa -acerté a expresar poco atinado-. El pregón, dice usted… Un gran honor, sin duda… que me apresuro a confirmarle que acepto con mucho gusto -resumí, procurando dotar a mis palabras de un matiz de satisfacción.

            Cruzamos un par de frases protocolarias y nos emplazamos para la Feria, mes y medio más tarde. Salí del supermercado sin comprar nada y dando vueltas al asunto. Las preguntas surgían atropelladamente. Al llegar a casa me acomodé en el sofá y me concentré en el compromiso que terminaba de acordar. Antes de nada, ¿quién me habría propuesto para ese cometido? ¡Menudo embolado! Un honor, de acuerdo, pero también un atolladero del que no sabía bien cómo salir. Yo no era ningún escritor. Todo lo que había escrito fueron los informes clínicos y las recetas de mis pacientes.

            Vamos a tranquilizarnos, que en peores coyunturas me he visto, me dije para recobrar el ánimo. Me dispuse a prepararme un té chai porque necesitaba algún brebaje de sabor intenso. Al abrir la puerta de la alacena cambié de opinión: a despecho de la hora me iba a meter un whisky entre pecho y espalda para animarme. No el cotidiano sino el de las ocasiones, el de los “13 years” con estuche.Al segundo trago me vino la iluminación: me pondría en contacto con el técnico municipal de festejos, con el que alguna vez había coincidido y me parecía un tipo cualificado. Él tenía experiencia.

            Dicho y hecho. Lo llamé por teléfono y quedamos el día siguiente a tomar un café.

            -Los pregones deben ajustarse a una serie de normas no escritas pero incuestionables -comenzó a ilustrarme con tono profesoral-. Ante todo, hay que elegir el vestuario adecuado, un término medio entre una boda nobiliaria y una cena en casa de amigos. En otras palabras, hay que vestir con traje y corbata, a pesar de los malos tiempos que corren para el protocolo.

            -Lo daba por hecho -asentí para mostrar predisposición.

            -Los pregones se leen, no basta con seguir un guion por detallado que sea. Se admite alguna improvisaciónpero sin tomarse confianzas que pueden arruinar el texto más pulido -continuó como si llevara escrita la lección-. Lo más apropiado es realizar la lectura de pie, aunque en este particular la organización decide. Si te dan la opción, no dudes en usar el atril,porque el acto gana en solemnidad. Además, con tu estatura…

            -No me pierdo el acto de entrega de los premios “Princesa de Asturias”. Efectivamente, hasta el propio Rey abandona la mesa y utiliza el atril -suscribí la idea.

            -El contenido admite variaciones, pero lo más frecuente es hablar de las ferias que vivimos de niños y de jóvenes. En tu caso, que dejaste el pueblo en la niñez, casi es obligado porque te da pie para referirte a personas del pasado que tuvieron relevancia en la época. Y, por supuesto, hay que recordar a los familiares propios, es buena ocasión para recomponer los lazos afectivos que el tiempo ha ido debilitando.

            -Es cierto que casi no conozco a mis primos que quedaron en el pueblo. Por el contrario, con los tíos me defiendo -mostré mi apoyo a la tesis.

            -Otro dato relevante es el tiempo, la duración del discurso. Entre veinte y treinta minutos. Menos, es descortesía, más, es abuso de confianza. No hace falta puntualizar que hay pregones cortos que se hacen largos y pregones largos quese hacen cortos. Ahíinfluye la calidad del texto y el buen decir del pregonero.

            -Compruebo que es todo un arte dar un pregón. Con lo sencillo que parece a simple vista y sin embargo tiene su intríngulis -abundé en sus apreciaciones.

            -Por último, es fundamental el envoltorio, el modo de leer el pregón. Lentitud y cadencia en sus justas medidas. Con aplomo. Eso se consigue si estás conectado contigo mismo, si crees en lo que dices, si no te dejas impresionar por la ocasión. Debes traer al público a tu terreno -remató como si se tratara de una faena taurina.

            La verdad es que tras la conversación, me vi vestido con traje de luces.

            El pregón resultó todo un éxito. Fue conmovedor percibir las muestras de admiración y afecto que me prodigaron mis familiares y paisanos. Todos presumían de haber tratado a aquel niño, hijo único del alguacil municipal, cuando correteaba por las calles del pueblo. Luego resultó que aquel chico tímido sin remedio logró, mediante becas públicas, convertirse en un eminente médico con una prestigiosa consulta en Madrid.Indudablemente, mesentía satisfecho de haber sido pregonero en mi pueblo, un grato recuerdo que conservaría siempre en el corazón.

 Habíamos tomado mi mujer y yo una habitación en un hostal de las afueras. Ya en la cama, tras apagar la luz, me desbordaba la emoción por los acontecimientos. Las imágenes de la jornada no dejaban de pasar una y otra vez por mi cabeza. De pronto, noté que las lágrimas resbalaban por mi rostro y que necesitaba respirar hondo.

            – ¿Qué te pasa? -preguntó mi mujer.

            – Estoy llorando -contesté sin pudor.

            Se giró hacia mí y cruzó su brazo sobre mi pecho.

            -Nunca dejarás de ser un sentimental. Anda, duérmete cariño.

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