La Iglesia nació misionera, creció por dentro a fuerza de compartir su Evangelio con todos. En este esfuerzo misionero, no solo surgieron dificultades exteriores por la infraestructura de los caminos o por la oposición de los gobernantes: también surgieron dificultades internas, sobre todo en la cuestión de cómo interpretar el Evangelio de Jesús de Nazaret. Tuvieron los apóstoles, por este motivo, que convocar una asamblea en Jerusalén. Pensamos que esta asamblea se desarrolló, más o menos, en el año 48.
Se trataba de un problema principal que, a su vez, descubría otro problema más de fondo. El problema inmediato tenía que ver con los destinatarios de la evangelización: ¿había que predicar solo a los judíos, o también a los paganos? Este problema surgió con motivo de los prosélitos y temerosos de Dios, que eran paganos pero acudían a las sinagogas y, por ello, empezaron a oír a Pablo y a los apóstoles y muchos quisieron convertirse. Abrir el Evangelio a todos significaba una novedad en la historia de la elección: ¿se podían bautizar sin haberse circuncidado antes? ¿Podían llegar directamente a Cristo sin pasar por Moisés?
La solución nos puede parecer ahora muy sencilla, pero no lo fue tanto para aquellos primeros discípulos: les obligaba a cambiar completamente su visión de la historia de la salvación. Se trataba de realizar un discernimiento; es decir, no de pactar las diversas posiciones que había en las Iglesias o los grupos, sino de buscar la voluntad de Dios. Algunos estudiosos actuales interpretan aquella asamblea como una especie de compromiso entre las Iglesias de Jerusalén y Antioquía, o entre las posturas de Santiago y san Pablo, con la mediación de san Pedro; pero se equivocan.
Gobernada por el Señor resucitado
La Iglesia tiene claro, entonces y ahora, que está gobernada por el Señor resucitado que nos empuja con su Espíritu y va siempre por delante en la misión. Esa era la cuestión: ver por dónde conducía el Espíritu de Jesús a su comunidad. Y estaba claro: los frutos, la vida, el horizonte se abría entre los gentiles que se adherían con entusiasmo al Evangelio: ¿cómo no ver ahí una fuerte apuesta del Espíritu que muestra el camino a su Iglesia?
Pero había un problema debajo de la cuestión de los destinatarios y la universalidad de la predicación. En el fondo, se trataba de la cuestión fundamental del cristianismo: ¿qué es lo que nos salva? San Pablo y muy pocos más supieron ver el alcance de esta pregunta. Si fuera necesario pasar por Moisés, cuyo signo era la circuncisión, pero que exigía también cumplir las demás leyes del judaísmo, ¿no estaríamos afirmando que es el cumplimiento de la ley lo que nos abre las puertas del Reino, lo que nos salva?
San Pablo supo ver que, con Cristo, no solo hemos recibido un nuevo profeta o un nuevo mensajero de Dios y su volutad: nos ha llegado un salvador. Jesús no ha venido a interpretar la ley de Moisés y a darnos la fuerza para cumplirla. Intérprete y ayuda, luz y gracia: esto no es suficiente para comprender su misterio. Lo que nos salva es la cruz de Jesús, su entrega y su resurrección. Habrá que reflexionar, después, sobre el papel de la ley en el cristianismo, muy importante; pero la salvación no es fruto de la ética o el cumplimiento, sino de la fe, de la acogida esforzada y fiel de la gracia que brota de la entrega del Hijo de Dios.
El problema se solucionó en la asamblea de Jerusalén; pero muchos siguieron oponiéndose a san Pablo y buscaron desacreditarle por sus comunidades. Es posible que, todavía hoy, siga habiendo cristianos que no han comprendido y, más allá de aquella asamblea, o de otros concilios, se siguen aferrando a su idea de Dios y a su comprensión de la salvación. El Espíritu nos sigue pidiendo la conversión más profunda, la más difícil: de la seguridad a la fe, de la ética a la gracia, de nuestra visión de las cosas al seguimiento de Jesús.