Aquel lector al que los clásicos llamaban juicioso, atento o discreto, sin duda sigue existiendo hoy, aunque quizás anda un tanto distraído entre unas y otras redes sociales. Ya analicé diversos tipos de lectores en mi libro de ensayo La musa a la deriva, y me referí al lector esquivo y mudo como el más característico de la lírica. Pero la tipología de lectores es muy amplia y variada: los hay tan desorientados que –según han confesado ellos mismos- no leen para no contaminarse o contagiarse de lo ajeno; otros, mucho más pragmáticos, leen por pura reciprocidad (valiéndose del quid pro quo, es decir, del yo te leo si tú me lees).
Hay quienes usan la lectura como somnífero, otros que leen por necesidad profesional, y otros que a cierta edad ya no leen, sólo releen (bien a los clásicos o bien a los amigos o a sus compañeros de generación). También son dignos de recordar aquellos lectores sobrevenidos del mundo de las redes, mucho más abundantes de lo que se cree, a los que Ignacio Echeverría satirizó en un artículo titulado “Yo no leo, yo escribo”. Y hay por fin otros que se confiesan lectores, aunque se sabe que mienten.
En cualquier caso, la figura del lector es la columna vertebral del edificio literario y, si ella falla, el edificio se derrumba. Entre todas esas y otras posibles modalidades, hay una que, desde mi propia experiencia, considero esencial pues representa al lector en estado puro. Es ese que se encuentra, sobre todo, en los clubes o en los talleres de lectura de bibliotecas y asociaciones semejantes; o bien aquellos otros lectores (mucho más jóvenes) con los que uno se topa en los centros escolares. Ahí es donde en verdad debe cimentarse el edificio de la literatura. A este lector sí hay que mimarlo y protegerlo, incluso ilusionarlo. Porque, de lo contrario, se corre el peligro de que desconecte de los libros y se quede enganchado para siempre a las redes.
Pero la parte más frágil y desasistida de este ecosistema no son las librerías, ni tampoco los lectores: es, inconcebiblemente, la del autor. Tras pasar por varias manos, la del editor, la del distribuidor y la del librero, el libro puede acabar, con suerte, entre las manos del lector. Pero no nos engañemos. En términos de rentabilidad, dados los porcentajes que se reparten entre unos y otros, ese circuito parece perversamente diseñado para que los escritores abandonen su oficio. Mientras que el editor, el distribuidor y el librero se reparten, por partes alícuotas, el 90 % del negocio, al autor le queda el 10 %, o incluso a veces menos. Eso, por no hablar de los casos de autoedición, donde el propio autor ha de correr con los gastos…
Esta desproporción en el reparto de beneficios resulta incomprensible y es la que ha llevado a muchos autores a dejar algunas frases lapidarias al respecto. Así, ante la pregunta “¿Qué espera usted de la literatura?”, Francisco Umbral respondió: “sólo el 20 %”. Más conocida es aquella otra sentencia de Larra en la que afirmaba que en España “escribir es llorar”; y el no menos genial Valle-Inclán, a través de Max Estrella, proclamó que “la literatura es colorín, pingajo y hambre”.
Pese a todo y paradójicamente, el número de escritores no deja de crecer en España, y la asociación CEDRO podría aportar estadísticas de cómo la cifra se ha duplicado, sorprendentemente, en los últimos años, en los que se ha pasado de quince mil a más de treinta mil asociados. Y sería interesante estudiar las razones o las circunstancias que puedan haber contribuido a fomentar el oficio.
En cuanto a mis primeros encuentros con la literatura, debo confesar que se produjeron durante mi primera adolescencia. Comencé a escribir a partir de los doce años, y lo hice sobre una vieja arca que había en el deván de mi casa. Sobre esa cámara y sobre el mundo destruido que simbólicamente representaba, escribí años después un libro titulado El desván sumergido. Y a aquella arca le dediqué en El ruido de la savia, un poema precisamente titulado “El arca”.
Allí, sobre ese extraño e improvisado escritorio, a la luz del día o a veces por la noche y a la luz de una vela, casi furtivamente, escribí mis primeros poemas. Llegué a reunir un centenar, pulcramente caligrafiados, que aún se conservan en un cuaderno de anillas y pastas verdes. Poemas de iniciación, formalmente muy diversos, influidos por las lecturas de muchos autores, entre ellos Bécquer y Machado.
Además de ese cuaderno, que también incluía diez narraciones en prosa, fui escribiendo simultáneamente, desde los trece a los quince años, dos novelas autógrafas con ilustraciones propias: una, titulada El pueblo fantasma, que imitaba a aquellas novelitas del oeste que cambiábamos en los quioscos; y otra, Los tres aventureros, que recogía muchas influencias de los autores rusos y franceses que yo había leído hasta entonces.
Ese desván fue mi primer “taller de escritura”, aunque en vez de libros a mi alrededor sólo había trastos viejos y cosas de mis antepasados; allí sólo se oía algo parecido al ruido de los recuerdos. Nunca hubo libros en mi casa; tan sólo rodaba por allí un viejo ejemplar de la Enciclopedia Álvarez, donde me aprendí algunos poemas de memoria.
Pero mi taller de lectura favorito, donde verdaderamente me forjé como futuro escritor, fue la inmensa biblioteca que había entonces en el parque de Calzada. Allí, desde los nueve años, leí avariciosa e indiscriminadamente todo lo que pude: clásicos y contemporáneos, españoles y extranjeros, prosas y versos. Incluso llegué a ser bibliotecario allí durante dos veranos, los del 76 y el 77. Dos largos veranos, rodeado de aquellos miles de volúmenes que constituyeron para mí, sin ninguna duda, las vacaciones más provechosas de toda mi vida.
Con esos precedentes, una vez terminado el bachillerato, mi inclinación literaria no ofrecía dudas, por eso no fue casual que eligiera la carrera de Filología Hispánica, que cursé primero en Ciudad Real y después en Madrid. Y como casi sin buscarlas también, con mucha naturalidad, vinieron las tertulias literarias, que me proporcionaron una imagen real y viva de la literatura y de los poetas. Tertulias como la del grupo “Guadiana”, que se reunía en la antigua cafetería Alarcos; o más tarde las míticas del Café Gijón en Madrid, o las de la Tertulia Hispanoamericana presidida por Rafael Montesinos.
También, como por azar, llegaron otras tertulias, encuentros poéticos y homenajes como los que, tras la muerte en 1987 de Gerardo Diego, organicé en Pozuelo de Alarcón a través del Aula Literaria que llevaba su nombre. Mientras tanto y poco a poco, se fueron convirtiendo en letra impresa algunos de mis primeros libros, y se habían hecho realidad, igualmente, algunos que otros premios. Para entonces, aunque no fuese demasiado consciente de ello, yo estaba ya metido de lleno en un mundo, el literario, donde me había quedado encerrado, sin saberlo, muchos años antes.
Fueron el desván de mi casa y aquella inmensa biblioteca de mi pueblo los escenarios donde nací y crecí literariamente. Fueron aquellos primeros poemas y aquellas dos novelas autógrafas escritas sobre el arca, lo que me hizo creer que el camino de la literatura era un destino lejano y soñado, pero posible. Y tal vez todo lo que he escrito o he publicado después haya sido sólo por fidelidad a esos orígenes, por mantener vivas las ilusiones o los sueños de aquel adolescente que fui.