La plenitud de esta nueva ley que Jesús nos plantea queda resumida en una frase final: “Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial”. Esta sentencia suena, justamente, cuando se habla del amor a los enemigos, del amor a todos. Esa es la perfección, la santidad cristiana.
Se llama “perfección” porque es acabamiento. La santidad consiste en no quedarse a medias, es atreverse a llegar hasta el final, a seguir dando pasos, a perseverar. La santidad es el cumplimiento de nuestra vocación más humana; la santidad es un camino de personalización, de humanización. Somos más nosotros mismos cuanto más nos acercamos a la santidad. La santidad no es un conjunto de rarezas que van contra la naturaleza humana, sino plenitud de esa naturaleza, acabamiento de la creación de Dios.
La frase que recoge san Mateo es repetida casi literalmente por la carta de Pedro, citando un texto del libro del Levítico: “Así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, como está escrito: “Seréis santos, porque santo soy yo”.
San Pedro pronuncia esta exhortación en un contexto de vida bautismal y de estilo vocacional. La santidad es fruto de una llamada, de una elección. La santidad es fruto de la vocación. No brota, por tanto, de nuestros deseos o inquietudes: es Dios quien primero ha soñado nuestra santificación. Dios no es solo el que da la gracia para la santidad, sino el que la proyecta y la pone en movimiento. Una pretendida santidad que brotara de los propios deseos del sujeto, que no fuera respuesta a una vocación, no sería santidad cristiana. El deseo de santidad es más de Dios que nuestro. Nosotros, solo queremos complacerle, amamos su voluntad y, por ello, hacemos nuestro su sueño de santidad para nuestras vidas. La santidad es una vocación, un camino de obediencia al Santo.
Por ello mismo, la santidad consiste en la alabanza a Dios; es una realidad relativa: brota de Dios y retorna a él; es personal, relacional. “Un santo no es un superhombre, sino aquel que vive su verdad como ser litúrgico” (Endokimov).
El cristianismo piensa que el camino del hombre es Jesús, su mensaje, su palabra, su estilo de vida. Ser santos, por tanto, es seguir a Jesucristo, cumplir su palabra, imitar su vida. Él ha venido a inaugurar el Reino. Los santos son los ciudadanos del Reino de los cielos. Así ha comenzado sus discursos, con una proclamación de los ciudadanos privilegiados de ese Reino: las Bienaventuranzas.
En estas bienaventuranzas, el mundo aparece un poco del revés: son dichosos los que la sociedad desprecia: los pobres, los que lloran, los que no quedan por encima, los limpios de vida y corazón…
La santidad, la propuesta cristiana para el hombre, tiene un carácter profético: denuncia nuestras mentiras y nos hace ver más allá de nuestra propia conveniencia.
Este carácter profético significa, en primer lugar, que es camino de conversión; la santidad es lo contrario a la dejadez y la apatía: es conversión cotidiana, esfuerzo sin tregua, perseverancia valiente.
Significa, en segundo lugar, que la santidad, las bienaventuranzas, son mensaje para el mundo de parte de Dios; proclamación de otro estilo, acusación a aquellos que no quieren ver perturbadas sus opciones de bienestar.
El profeta no es aquel que queda por encima de los demás y sale victorioso en las envidias de la vida: es, más bien, el que queda por debajo pero busca la victoria de Dios, el bien del hombre y, por ello, se convierte en llamada a la conversión para todos.