Una mujer adúltera es presentada ante Jesús por los escribas y fariseos en Jerusalén: «La ley de Moisés nos manda apedrearla; tú, ¿qué dices?».
El pecado del hombre es utilizado como una espada para intentar herir a Dios; el mal que el hombre engendra en la tierra se convierte en una pregunta desafiante elevada contra el cielo. El hombre se atreve a poner a prueba a Dios utilizando incluso su misma ley.
¿No debería ser al revés? ¿No debería Dios pedir cuentas al hombre por sus pecados? En cambio –trágica paradoja–, es el hombre el que se atreve a pedir cuentas a Dios por el pecado de los demás. ¿No ha sido esta la historia de la humanidad? ¿Cuándo ha dejado el hombre de exigir respuestas a Dios por sus propias contradicciones?
Pero Dios no rehúsa el reto: Jesús va a intervenir ante la pregunta de los maestros en leyes y en religión. Dios no ha venido solo a salvar a los pecadores declarados, sino a liberar a los acusadores de sus juicios.
En primer lugar, después de escuchar la pregunta, Jesús guarda silencio, se inclina sobre la tierra y empieza a escribir. El Maestro interrumpe el diálogo, introduce una pausa que hace posible un momento de reflexión.
Sin silencio, sin pausas, nuestras respuestas serán siempre superficiales e insuficientes. La ira se alimenta de las prisas; la misericordia, en cambio, necesita otros ritmos. Las recetas se transmiten rápido, las decisiones importantes, en cambio, requieren su tiempo.
Después de escribir, Jesús se incorpora para hablar. Antes de responder, el Maestro ha creado un silencio y ha tocado la tierra, el barro, la materia de la que estamos hechos desde Adán.
Porque de barro es de lo que se va a hablar ahora: «El que esté libre de pecado, que le tire la primera piedra».
¿Cuál es nuestra actitud ante el pecado de los demás, ante los males del mundo, ante las injusticias de la historia? El juicio, la crítica, la acusación del otro y de Dios. Jesús, en cambio, aprovecha el pecado de una persona para implicar a todos, para que aprendamos a ponernos en su lugar, para que revisemos nuestra propia vida con los mismos criterios con los que juzgamos los actos de los demás.
Jesús vuelve a inclinarse y se pone a escribir de nuevo. Tocando el barro, Jesús está escribiendo una historia nueva, está creando un nuevo Adán, donde la dinámica del juicio va a ser sustituida por la dinámica de la misericordia. En los principios de la historia, tras el pecado, Dios interrogó al hombre y a la mujer; la respuesta de ambos consistió en acusar a otros de su propio pecado: Adán acusó a la mujer y la mujer acusó a la serpiente. Es lo que los escribas y fariseos siguen haciendo, como nosotros: culpar al otro y tentar a Dios.
Jesús nos invita a hacernos conscientes de nuestro propio pecado para que queden silenciadas nuestras acusaciones y condenas. El tribunal se deshace, las pruebas se desvanecen, los acusadores se retiran. Allí quedan solos la mujer y Jesús, la pecadora y el Hijo del hombre. Jesús se incorpora de nuevo: «¿Nadie te ha condenado, mujer? Nadie, todos se han marchado. Tampoco yo te condeno; anda y en adelante no peques más».
Jesús no ha sustituido a la mujer por otra más perfecta, tampoco ha declarado inocente a esa mujer, ni ha rebajado el drama de la culpa: sencillamente, ha introducido una palabra de misericordia para que pueda comenzar una vida nueva, para la mujer y para los acusadores. Ella ha quedado libre de su culpa y ellos se han liberado del peso de las piedras.
Después del perdón, el Hijo del hombre hace posible una historia nueva para cada pecador.