La Shema` es la oración más importante de la religión judía. El fiel israelita la repite varias veces cada día e intenta vivirla con toda intensidad.
El mandamiento clave de esta oración es: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas». El amor es la esencia de la religiosidad bíblica: Moisés lo dijo y Jesús lo repite. Entre ambos, los profetas no se cansan de recordarlo: «Amor quiero y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos», nos insiste el profeta Oseas; se trata de conocer a Dios, de amarlo cada día con mayor intensidad. Jesús unirá este mandamiento deuteronómico a otro que aparece en el libro del Levítico: amar al prójimo como a uno mismo.
La clave de la religión bíblica es, por tanto, el amor, la relación personal con Dios. En la oración de la Shema’ este amor se recita acompañado de otros ingredientes fundamentales. Vamos a repasarlos.
Por tres veces se repite la fórmula «con todo»: el amor a Dios ha de ser total, implicando todas las dimensiones de nuestro ser. Quizá radica aquí la diferencia entre el creyente normal y el santo: este último implica todos los rincones de su ser en el amor a Dios, no quedan ámbitos de su vida fuera del alcance de su fe. Solo Dios es absoluto, solo él lo es todo; por eso, solo a él podemos darle un amor de totalidad; lo contrario sería idolatría.
Por otro lado, el mandamiento del amor a Dios, que es lo central, aparece encuadrado en la oración de la Shema’ por otros dos mandamientos: «Escucha» y «Guarda en tu memoria, repite».
El israelita ha recibido por revelación la unicidad de Dios: Yahvé, el Dios del pueblo elegido, es el único Dios universal; se trata de una de las más claras afirmaciones de monoteísmo de todo el Antiguo Testamento. Esta fe recibida por el oído, transmitida de padres a hijos, hace posible el amor a ese Dios que se nos ha revelado, que nos ha elegido, que nos ha amado. El amor es fruto de la fe, el amor es fruto de la escucha, el corazón está movido por la palabra.
También sucede esto en el ámbito humano: podemos amar al otro porque hemos escuchado su interior. Lo exterior provoca en nosotros admiración, pasión, tal vez envidia; pero el alma del otro nos llega principalmente a través de su palabra. El cuerpo tiene mucho que ver con el amor, pero no es suficiente: amamos a la persona, en cuerpo y alma, y podemos amarla más en tanto en cuanto la conocemos más, la escuchamos más.
Después del mandamiento de la escucha y del amor llega otro mandamiento: «Estas palabras quedarán en tu memoria, las recitarás cuando salgas de casa, se las repetirás a tus hijos…». Si la escucha hace posible que brote el amor, la memoria es la clave para que se mantenga. Sin memoria profunda es imposible la fidelidad. No somos dioses, vivimos cambios continuos, lo efímero es nuestra atmósfera cotidiana; muy a menudo, olvidamos el bien que otros nos han hecho, así como nuestras promesas. Los sentimientos también son volubles y pueden cambiar con el tiempo.
La relación entre el amor y el tiempo tal vez sea la clave del camino del hombre por el mundo. Dios es fiel, eterno, presente sin rutina, fidelidad siempre nueva. Nosotros, en cambio, somos contingentes y pasajeros: el tiempo nos domina y pone a prueba nuestros proyectos y afectos.
Por eso, el creyente debe repetir cada día el mandamiento: debe aprenderlo, guardarlo en el corazón y actualizarlo en cada momento significativo de la vida. La repetición es una ayuda para alimentar una memoria que sostiene nuestra fidelidad.
El creyente debe también transmitir este mandamiento a sus hijos; de esta manera, se compromete ante los demás, se presenta como un oyente que ama a Dios; por otro lado, transmite su tesoro más preciado para que la memoria vaya más allá de su propia vida. En definitiva, no es el fiel aislado quien debe escuchar y amar, sino el pueblo en su devenir histórico: por eso, la tradición es fundamental para la fe.
Escucha, ama, recuerda: vive pendiente del amor de Dios para configurar toda tu existencia.