Cuando yo era un niño – hace de esto casi medio siglo – mi padre me enseñó, con la seriedad del hombre que muestra algo importante a su hijo, la pequeña iglesia visigoda de San Pedro de la Nave, sita en el pequeño pueblo Zamora de El Campillo, a la que en homenaje a la sensibilidad de mi culto y muy querido progenitor, que Dios guarde en su gloria, he vuelto a visitar muchas veces, casi siempre que voy hacia Alcañices.
En aquella época de mi infancia, aún no interpretada ni deteriorada por la mano aleve de la arqueología provincial, había que pedir a un vecino la llave para poder entrar en el recinto sagrado de esta joya visigoda, elemento central de un antiguo monasterio desaparecido, y las pesadas llaves se la iban pasando de vecino en vecino en aquel pequeño pueblo, al que arribó este tesoro arquitectónico, después de la construcción del Embalse del Esla, a finales del reinado de Alfonso XIII.
Ello producía que nunca supieras quien tenía las llaves, lo cual te aportaba siempre tener guías distintos, que te regalaban una visión distinta, información diferente y leyendas diversas sobre la Iglesia, a cambio de una pequeña propina. Hoy, gestionada y vigilada por la Administración, nadie te aporta nada ni nada nuevo se sabe, como ocurre siempre cuando algo lleno de significados lo domestica la burocracia pública.
Mi padre me decía que una joya igual, aunque de dimensiones mucho mayores se encontraba cerca del pueblo toledano de San Martín de Montalbán, Santa María de Melque, y que las dos iglesias, de planta cruciforme, constituían la mayor expresión de la arquitectura visigoda en España. Tardé cuarenta años en visitar esa maravillosa catedral del arte visigodo, que es Santa María de Melque, con mucho mejor gusto cuidada y con más amor.
En aquella época de descubrimientos infantiles no existían las autonomías y su morbo aldeano exclusivista, cerrado sobre sí mismo, y cada parte de España podría hablar con orgullo fraterno de todas las demás partes de España, sin que te agrediera una maestra nazi de fanáticos instintos criminales. Es así que en San Pedro de la Nave no se sabe nada de Santa María de Melque, y en Santa María de Melque sólo han oído de San Pedro de la Nave por lo que dicen los visitantes, hambrientos de belleza. Pero las dos iglesias son del último cuarto del siglo VII, y responden al mismo troquel del genio germánico inspirado obviamente en las construcciones de templos romanos, e incluso levantadas con materiales genuinamente romanos sacados de otras construcciones.
Joya suprema del arte visigodo
San Pedro de la Nave, joya suprema del arte visigótico español, fue rescatada de las aguas del Esla por el genial erudito y Director General de Bellas Artes, Don Manuel Gómez Moreno, en 1930, en aquella época remota en que no era preciso en España tener la condición demostrada de analfabeto y profesar odio al latín para ser Director General de algo. Desagrada y angustia ver un bar con terraza, instalado a veinte metros del recinto sagrado de San Pedro de la Nave, sin duda alguna para aprovechar la veintena de visitantes diarios que vienen anhelosos y curiosos por degustar la inteligencia artística de los españoles de hace quince siglos.
Hay oportunidades, como ésta, de hacer negocio que constituyen toda una falta de respeto y decoro ante los hechos que nos enaltecen como españoles. Es que, además, del bar sale música…Lady Gaga y San Pedro de la Nave juntos. La España actual. Entre Regina Caeli y la Mother Monster. La barbarie utilizando de reclamo, señuelo o cimbel para sus torpes metas la dignidad y la cultura antiguas. Una vez provisto de unos algodones aislantes para los oídos entro en el mundo fascinante de la pequeña iglesia que es cima del arte visigótico.
Seis columnas de mármol de factura toscana, supérstites de algún templo pagano romano o paleocristiano, sostienen el crucero y la nave central. Desde la entrada a la pared de la capilla mayor hay 28´80 metros, y entre las puertas laterales, desde el pórtico norte al pórtico sur, hay una distancia de 17´60 metros. De este rectángulo de proporciones clásicas ( Ictino ) sobresalen otros tres menores que corresponden a la capilla menor, orientada al sol naciente, y los otros dos a los pórticos Sur y Norte respectivamente.
Estos tres rectángulos que sobresalen al Este, al Sur y al Norte corresponden a los extremos de los ejes de las naves interiores que forman un sublime crucero cuyo centro no corresponde con el centro geométrico del rectángulo, exactamente igual que en Santa María de Melque y del mismo modo que el centro de la náos del templo clásico que sigue la proporción aurea según el Canon de Policleto para sus esculturas, entre la pronaos y el opistodomos, sólo que en dirección inversa. Sus preciosos arcos de herradura apuntados anuncian el futuro arco califal, hijo únicamente del genio español.
Arquitectura clásica y dela España musulmana
Esta preciosa iglesia es el vínculo perfecto entre la arquitectura clásica y la arquitectura de la España musulmana, que no debe nada básico a una cultura arquitectónica extranjera, sino que fue el desarrollo natural de nuestras culturas arquitectónicas. En el pórtico norte encontramos amontonadas y sin ningún orden una veintena de interesantísimas estelas que la incuria y acedia de los responsables de la iglesia tienen sin catalogar.
Nos encantan las decoraciones geométricas y florales que los artistas visigodos dejaron esculpidas en las hiladas de las piedras del exterior y del interior, con sus cruces, molinetes, rosetas, racimos, hojas, celosías, arquillos, serpientes, venera, tallos, frutos y aves en bandada continuada, que reflejan la alta, elegante y sencilla sensibilidad de una época en la que España balbuceaba con promesas de caminos futuros en el que este presente no estaba programado, y que también entrevemos en las decoraciones de estuco en los arcos torales del crucero de Santa María de Melque. Ya no digo nada de los conocidísimos bajorrelieves de los capiteles, como el del sacrificio de Isaac y el de Daniel en el foso de los leones, cuya descripción y significado darían para escribir todo un libro de arte español.
No cabe duda de que la Diputación Provincial de Toledo ha mimado más su impresionante iglesia Santa María de Melque, menos importante por sus relieves, pero verdaderamente prodigiosa por la fábrica del soberbio edificio. Como su hermana pequeña zamorana los imponentes sillares se unen sin argamasa ni otra clase de mortero, apoyándose sólo las superficies primorosamente labradas entre sí. Y es que la exactitud y la perfección de la labra son las condiciones básicas para este tipo de fábrica, en que los imponentes mampuestos se encajan en seco o albarrada.
Labra, ajuste y trabazón
En ambas construcciones hay tres constantes o grandes principios: labra, ajuste y trabazón. Esto es, los ubicuos principios de todos los grandes edificios romanos y hasta de obras públicas, como los acueductos. Santa Maria de Melque, construida como tumba de un poderoso regis comes, cuyo arcosolio se encuentra vacío en el extremo de su brazo derecho, en su eje transversal, al entrar, formó parte de una gran comunidad monástica en esta Tebaida manchega, que está a los pies de los Montes de Toledo y, a la vez, muy cerca de la corte visigoda.
Estas dos maravillas arquitectónicas son contemporáneas de los reyes Chindasvinto, Recesvinto, Wamba y Ervigio, y prueba clara de que la arquitectura eclesial era uniforme en aquel Regnum Visigothorum que ya se había extendido en toda la Península, y no estamos para nada de acuerdo en ver influencias orientalizantes de Bizancio en Santa María de Melque por la efímera presencia de la Spania bizantina en una pequeña parte del Levante español, que sólo trajo espolio y destrucción.
En definitiva, las autonomías, en un centrifuguismo codicioso y avaro, mezquino e insolidario, desleal con la Nación, han intentado y casi conseguido romper la tangible uniformidad cultural de España, a través de un odioso artificio político, que ha sustituido la realidad cultural de España por una mentira construida con torpes diferencias epidérmicas.
Hace ya veinte años publiqué una novelita, La última carta de Isidoro de Sevilla, simulando ser yo simple traductor de una carta que San Isidoro había escrito a su discípulo Braulio, a la sazón obispo de Zaragoza, Ultima Isidori Episcopi Epistula. El visogotismo de la carta y la ficción filológica del Prólogo están tan conseguidos que en la Biblioteca Nacional yo aparezco cómo mero traductor y estudioso de la Epistula, y San Isidoro de Sevilla como el verdadero autor. Pues bien, en esta novelita creo que dejo claro que la unidad hispánica quedó consumada en la época visigoda, en donde también se acabó de forjar la primera mundivisión de lo español.