¡Qué importante es cuidar el patrimonio que la fe de nuestros antepasados nos dejó! No es fácil reformar iglesias, restaurar tejados, reparar humedades. Las piedras hablan de una historia de creyentes que han rezado y sufrido sembrando un mundo distinto. La Iglesia sabe que debe esforzarse en transmitir esos signos que ella ha recibido de sus antepasados.
Pero existe un patrimonio aún más importante: las piedras vivas de la fe que son todos los creyentes. Las catedrales y las iglesias ayudan a un cristianismo vivo y presente en medio de la sociedad, a una evangelización de la cultura desde su corazón y sus márgenes; ayudan, sobre todo, a que exista el Memorial que sustenta nuestra fe y nuestra misión: la Cena del Señor. Ayudan, y mucho; pero, en un extremo, sería posible la eucaristía y la evangelización sin ellas. Lo que resultaría imposible es una eucaristía y una misión sin piedras vivas, sin creyentes, sin comunidad, sin sacerdotes.
Ahí está el patrimonio fundamental que la Iglesia no debe descuidar.
Ayer, las piedras de nuestra catedral acogieron a numerosas piedras vivas llegadas de muchos rincones de nuestra provincia. Estaban allí porque una piedra joven de Villanueva de los Infantes, José Manuel, dejando carrera y trabajo, se estaba consagrando al Señor. Nuestro obispo, don Gerardo, ordenaba diácono a este seminarista del campo de Montiel.
Es habitual que veamos salir, sobre todo en Semana Santa, imágenes de madera de nuestra catedral y de otras iglesias de nuestra diócesis; también en tiempo de fiestas y de aniversarios. Son signos, en madera, de aquello en lo que creemos. Debemos cuidarlos y debemos sacarlos en procesión para que no se desdibuje el sentido público de nuestra fe. Pero ayer, de nuestra catedral, no salía una imagen de madera, sino una persona de carne y hueso que es signo necesario para que podamos seguir creyendo.
Al igual que las piedras, las imágenes de madera y escayola, de piedra o metal, son importantes, son significativas; debemos cuidar su dignidad y ofrecerlas como símbolo para asomarnos al misterio. ¡Pero no hay punto de comparación entre estas imágenes que procesionan y las imágenes vivas, que no necesitan ser llevadas, y que son sacramento real de la presencia del Señor! Las imágenes ayudan, pero la fe sería posible sin ellas. Pero, sin sacerdotes, sin ministros, sería imposible la Eucaristía, sería imposible la presencia sacramental del Señor y la existencia de la Iglesia.
No se entendería, por tanto, que cuidáramos un patrimonio en piedra, madera y metal, y no fuéramos capaces de cuidar un patrimonio vivo de carne y hueso, donde ha querido quedarse realmente el Señor de nuestra fe. ¿Qué pasaría si nos quedáramos sin iglesias, o sin imágenes? Difícil de imaginar. Pero, ¿qué pasaría si nos quedáramos sin sacerdotes?
¿Quién debe cuidar este patrimonio? ¿Quién es responsable de que no dejen de salir de la catedral estos iconos vivos de carne que portan en sus manos la presencia del Resucitado? Todos los creyentes. Más, si cabe, los que se preocupan por el patrimonio físico.
Restaurar una iglesia no es fácil: requiere tiempo, dinero, dedicación. Aún más difícil es hacer salir adelante una vocación. ¡Y es mucho más importante!
El Señor siempre nos sorprende con su gracia; pero es posible que también estemos cosechando lo que hemos sembrado: “Al que tiene, se le dará; al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene”. ¿Estamos invirtiendo en las vocaciones? ¿Estamos esforzándonos seriamente para que nuestra tierra diocesana siga dando frutos?
¿Nos faltará convicción en la necesidad de los pastores? ¿Nos sobrará cansancio? ¿Nos sobrarán tareas que nos hacen no tener tiempo ni para pensar en lo esencial? ¿Nos faltará esperanza? ¿Nos faltará amor al Pastor?