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Experiencias modernas (II)

cr33 2 PROYECCIONES
Fachada del cine Proyecciones / J. Rivero
José Rivero. Arquitecto y escritor / CIUDAD REAL
Experiencias modernas es uno de los nueve relatos del volúmen Viajar de noche y otros relatos que en 2001 José Rivero publicó en Puertollano con Intuición editorial S.L. dentro de la Colección de Narradores castellano-manchegos, dirigida por Manuel Juliá. Relatos que tienen, en algunos casos, una clara voluntad de representar un tiempo pasado y un espacio clausurado. Existen piezas como, Tierras metálicas, telas de araña, como Grupo XIV, como El camino de las estrellas y como Experiencias modernas que dejan transparentar rasgos autobiográficos del autor en un hilo del tiempo que aúna cierta ficción con la rememoración de un pasado perdido. Ésta es la segunda de cuatro partes

    Sin programas de mano, todo es más difícil de inventariar. Y, junto a ello, un olor inconfundible de tapicería usada y desinfectante en los urinarios. Olor a tabaco rubio americano, sobre todo a Chesterfield o Philip Morris y a caramelos mentolados marca Saci, a diez céntimos la pieza. Aromas lejanos y tan inconfundibles como el mismo cine y la humedad interminable de pasillos, zócalos y corredores plaqueados con frisos de ese material de moda llamado Eternit. Cines de invierno, sin funciones en verano porque el aire acondicionado era sólo para los americanos y además, era muy caro y casi desconocido.

    CINE CASTILLO PRENSA
    Noticia sobre la inauguración del Cine Castillo

    El mejor verano era el que nos ofrecían los laboratorios Ruy-Ram, fabricantes de Ozonopino, que decían, misteriosamente, que el calor no existía. Terrazas veraniegas habilitadas en los últimos días de junio para aguantar unos meses de cine al aire libre: julio y agosto seguros, y septiembre más improbable y según las lluvias y los vientos que clausuran el estío y preceden la otoñada. Toda una serie de cines de verano, al aire libre o al abierto como dicen en Italia, regados y con jardineras de plantas naturales; con olor a fritanga algunas veces y con los ruidos de la noche en curso: silbidos del tren lejano o batidas de un viento arremolinado, gritos del vecindario, ecos de una verbena popular en los atrios de Santiago.

    El Proyecciones de verano, junto al magnífico edificio de Labat Calvo, con tapia de ladrillos blanqueados y remate de empalizada de cañizo, donde alternaban las programaciones previstas con esos carteles suspendidos en las noches quietas. La terraza del edificio de invierno, habilitada como cine de verano reducido la recuerdo menos –desapareció en 1955–, y lo que sé se lo he leído a Emilio Arjona en sus reportajes de 1966 y a Paco Badía en su trabajo “El cine en Ciudad Real. Pequeña visión histórica” donde nos habla de los últimos estrenos de “Sansón y Dalila” y “El señor de Balantry”. Arjona nos da cuenta de un edificio cubista que se inauguró con una cabina Ermann V y con la película alemana de la UFA “Paso a la Juventud”, como un gesto decidido de los tiempos que corrían que declinaban lo adulto, pero también como un insensato recuerdo de todo lo que se extingue y acaba desapareciendo. Como el cine mismo, o como los mismos espectadores, que durante años estuvieron –y este es un título de Arjona– “Refugiados en el cine”.

    CINE CASTILLO FOTO JRS
    Fachada del cine Castillo / J. Rivero

    El primer cine Savoy, junto al Pilar en el Huerto de la Panadería, en lo que aún no era Avenida del Rey Santo –llamada al principio Fernando III–, que luego se desplazó a la calle Hernán Pérez del Pulgar, y que según cuenta Paco Badía fue el primero en utilizar el Cinemascope con “El hombre de Laramie” de Anthony Man en 1958. Unos meses después de que el director estuviera en Ciudad Real acompañando a Sara Montiel en enero de 1957, una presencia que aún recuerdo postergado en la cama con nefritis y comidas sin sal, tebeos a mansalva y un duro por cada inyectable de Gluco Dulco que me ponía mi padre. El Avenida se instaló en la fábrica de hielo de la calle Alarcos, con un enorme álamo negro y con Gary Cooper y su memoria por las paredes componiendo un buen desarrollo para el otro “Árbol del ahorcado”. Desde la esquina de la terraza del número 20 de Rey Santo nos asomábamos curiosos en tropel a su pantalla; en una posición apta para la tortícolis y para entender el cine como la mirada descendente que baja a un pozo de luz y que luego regresa a tu conciencia en forma de vivencia de otros, pero que nos permite aprender sobre sus espaldas. Allí, en aquellos corralones arrancaron mis primeros conocimientos constructivos, al ver como los trabajadores de Construcciones León elaboraban –lo supe luego– viguetas armadas provistas de piezas cerámicas que hormigonaban después de haberlas armado. No “Cine y Sardina” como relata Cabrera Infante, sino “Cine y ladrillo” para verificar la ambivalencia de un patio que en verano proyectaba películas y en invierno se convertía en un taller misterioso de oficios constructivos. Cines con sillas plegables de madera de la Alcoyana o de casa Quidiello, que te enlistonaban las nalgas y las espaldas, aunque eso no importaba mucho siguiendo los rastros de Pier Angeli o de Deborah Kerr, subiendo el Zambeze o remontando el Lago Victoria.

    CINE OLIMPIA FOTO JRS
    Cine Olimpia / JRS

    El Savoy, reubicado tras la apertura de Rey Santo, escondido junto al negocio de bicicletas de Pepea y frente a la casa de Paco Badía; con su larga entrada en rampa empedrada hasta los fondos del solar buscando la expansión del corral con sus medianerías encaladas, con pericones y provistas de algunos anuncios elementales trazados por aquellos pintores que se definían así mismo como rotulistas-publicitarios. Con aquella publicidad elemental y estática de aparatos Telefunken, frigoríficos –ya no, neveras ni heladeras– Kelvinator –su-seguro-servidor–, Galerías Barcelonesas o aquella otra de “El mundo en su mano con Lanza”. Carteles de películas por venir, dispuestos por las paredes de la entrada, Bogart, la Bergman o la Hepburn, “Mogambo” “Sabrina” o “Las nieves del Kilimanjaro”, como una elemental decoración cuajada de melancolía y sueños, porque allí no sólo estaban los próximos estrenos sino los pasados del último verano que ya eran polvo de la memoria, polvo de estrellas. Y polvo del tiempo que se falsifica, como en la muerte de Bogart en 1957, presentado como actor y ferviente católico. Y una música extraña, dulce y pegajosa para la medianoche en que terminaba la función o en que cambiaban los rollos de las bobinas y con una placa de cristal coloreado proyectaban la receta del descanso en el ambigú o en la selecta nevería; una música que duraba todo el verano –porque la músicas y las canciones solían durar más que ahora– o hasta que el disco de baquelita se rayaba y Gloria Lasso saltaba de un tema a otro, sin sentido ni continuidad o hasta que Los Llopis enronquecían una noche sin explicación aparente del vinilo o de la baquelita .

    Luego se inventaron un Cine moderno de verano con cafetería y luces violetas y verdes, veladores circulares y butacas de chapa pintada, donde podías cenar viendo a William Holden o a Sandra Dee. Uno de los cines de verano más grandes de España, que se inauguró en 1959 con “Los clarines del miedo” y que se apagó en 1975; donde incluso se celebraron los, así llamados, Festivales de España con algún teatro, alguna zarzuela y Odón Alonso lamentándose del ruido de trenes que no paraban en su trasiego y que perforaban la noche de ruidos mecánicos y muy cinematográficos. Aquellas localidades, en las que podías cenar como un anticipo de lo que sería más tarde la televisión en los hogares, las llamaron Club Preferencia, para distinguirlas de la Preferencia a secas, ubicadas entre las Butacas y el General. Las butacas con reposa brazos y respaldo inclinado delante, y el General al fondo con las viejas sillas plegables de la Alcoyana y las nalgas martirizadas. Sillas aptas para el salto, como el que dio Julián López Camarena viendo “Sola en la oscuridad”. Le llamaron Romasol, que no es nombre para un cine de verano que opera de noche sino para un restaurante con pretensiones de cocina italiana. Habría sido más oportuno llamarlo Romaluna o Lunaroma, nombre capaz también para una sala de fiestas donde se escuchara a Rita Pavone, a Renato Carosone, a Adriano Celentano y a Doménico Modugno. Aunque también ese recinto sirvió para la exhibición de hipnotismo del doctor Sandurs, que contaba con dos médiums adiestrados como colaboradores: Ben-Darax y la enigmática Zoraya. Todo ese “acontecimiento científico, artísticamente presentado” más parecía una extraña película de bajo presupuesto y altos vuelos: doctor Sandurs, Ben-Darax y Zoraya.

    Las butacas estaban sobre el cemento pulido de las pistas, que en invierno utilizaban los alumnos del colegio de los Jesuitas, los baloncestistas del club Renfe y más tarde los chicos del Club Ludus. Chicos que, desde lejos, me parecían latinistas, porque los libros de Latín de 4º de mi hermana Esperanza se llamaban Studium uno y Ludus otro. Más tarde descubrí que de latinistas no tenían un pelo, eran los pijos de entonces, hijos de notables y autoridades del Régimen, simpáticos, guasones, altaneros deportistas y un poco vanidosos –Miguel Prado, Esteban Núñez de Arenas, los hermanos Ledesma, Mon Montoya, o Víctor Rodríguez– que trataban de ligarse a cualquier chica presentable y llevársela a bailar a la sede del club en la calle Borja, bajo el señuelo del latín y de los rebotes de la canasta, como si el mundo entero fuera sólo una cancha de baloncesto o la pista de un club juvenil llamado Ludus.

    Junto a ellos proliferaron otros cines de verano de medio pelo como el Alcázar y el Calatrava que eran corralones encalados, rodeados de pericones y begonias y bien regados al anochecer para esperar a Gene Kelly, a Gary Grant, a James Stewart o a Kim Novak. En esa conquista por ganar espacios al ocio nocturno del estío hay que anotar ese esfuerzo de utilizar el redondel de la plaza de Toros como patio de butacas, en una extraña sensación de invertir los ámbitos de los espectadores y de los actores, para chuparte unos programas dobles y a veces triples (tres películas por el precio de una) para acaparar memoria cinéfila durante una temporada.

    CR POR GREGORIO PRIETO 1955
    Ciudad Real, dibujada por Gregorio Prieto en 1955

    Más cerca en el tiempo al que llego con la yema de los dedos, recuerdo las sesiones veraniegas del Juman Club al aire libre en el patio de los Salesianos, con ruidos próximos procedentes de la misma estación de ferrocarril y su máquinas soñadas, que irritaban al maestro Alonso dirigiendo la orquesta en el Romasol, capaces de hacerte perder un diálogo de las mal sonorizadas películas de la Federación de Cine Clubs. Aún recuerdo el “Macao” de Von Stemberg y un pase de “Psicosis” el 8 de agosto de 1978. Ver “Psicosis” al aire libre y en pantalla grande es experimentar una sensación bien diferente a hacerlo cobijado bajo un techo y un espacio finito, que al menos te cubre las espaldas y evita un asalto indeseado del psicópata de Tony Perkins disfrazado de su madre. Allí fuera, al aire libre, con una pared encalada como pantalla que delimitaba un cerco negro, bajo el techo de la noche taladrada y con los ruidos de fuera en el cogote, la sensación de sentirse acosado por algo intangible era muy superior al propio suspense del relato. Y la percepción de todo lo elaborado por Hitchcock se multiplicaba por dos o por más. Probablemente esa indefensión del espacio abierto habría sido mayor con “Los pájaros”, y no digamos nada con la secuencia del avión fumigador que perseguía a Gary Grant entre los maizales de “Con la muerte en los talones”, que a mí siempre me gusto llamarla por su nombre original “North by northwest”: ‘Al norte por el noroeste’. Parece un extraño juego de adivinanzas o un viento sin nombre.

    CINE SAVOY FOTO JRS
    Cine Savoy / J. Rivero

    De los cines de invierno, la primera memoria me traslada a los salones –no eran propiamente cines– del colegio de los Marianistas, donde los jueves con un abono podías ver sobre butacas de madera, películas históricas españolas horrorosas y acartonadas de Juan de Orduña; documentales ficticios del Padre fundador, Chaminade huyendo de la fronda revolucionaria; westerns de tercera división con vaqueros de pacotilla e indios de chicha y nabo y cine cómico de Stan Laurel y Oliver Hardy –Stanley y Oly, el gordo y el flaco– pero no de Groucho Marx, que era un pedazo de judío y un señor muy ambiguo y sexual a pesar de su bigote pintado, o tal vez por ello por la lascivia de su verbo y por la insumisión de sus cejas y su caderas o las de Margaret Dumont. Los domingos escuetos de esos inviernos fibrosos, estaba el Salón Parroquial de San Pedro, inaugurado en 1962, y el de los Jesuitas, llamado Hermano Gárate. Aquel era un almacén para el griterío inconsecuente de la chiquillería ante las visiones de Bernadette Soubirous, y alguna comedia blanca. El Hermano Gárate, elevaba un poco el listón, con sus sillas tapizadas de tela verde de canutillo y su olor a pipas de girasol y a sudor juvenil, donde nos tragábamos un cine variado entre estrenos mexicanos de Cantinflas o de Libertad Lamarque –pero no de Buñuel– y cintas americanas de serie B. Aún recuerdo “Garú-Garú atraviesamuros” y también otro horror de pánico y susto “La mano que aprieta” y los problemas posteriores para volver a casa, ya tarde con la noche a cuestas y con el recuerdo de una mano que estrangula sin propósito, atravesando sin dificultad paredes y puertas, para dar cuenta de una justicia inexplicable e inexplicada. También “El hombre invisible” o “El increíble hombre menguante” incrementaban el horror nuestro de cada día; como si todo ocurriera desde lo excepcional y desde lo sobrenatural, sin efectos especiales y todo destinado a sorprender una curiosidad que no se fatiga ni decrece.

    Los cines de verdad, los cines de mayores eran otros más severos y de proyecciones para adultos, aquellas que en la censura moral de espectáculos punteaban con color rojo –3, sólo para mayores–, con rojo rabioso –3R, mayores con reparos o mayores con formación, no cualquiera– y color negro de perdición –4, altamente peligrosa, o tal vez abstenerse incluso los mayores formados por el grave peligro que se corría de sestear satánicamente con carne satinada y con miradas lascivas o con otras inconveniencias para la moral–. Toda esa ensalada de colores y números para tapar unos besos ya cortados, ya censurados o ya robados como quería Truffaut; todo ese peligro de perdición por unas historias inconvenientes para una moral estrecha y pazguata obsesionada con el sexo y con el orden de las pasiones que ya era un desorden irremediable y lateral y que, por evitar adulterios, cometía incesto. Cines como el ya citado Proyecciones –llamativo entonces por contar con salidas de emergencia en el lateral del patio de butacas y por las soluciones modernas aportadas por sus constructores en ventanas y barandillas– abatido en 1966 en un ejercicio inexplicable y lamentable. El pesado y remozado Cervantes copetudo y denso, capaz para alguna representación teatral o para algún escarceo en esos palcos que tenían aspecto de reservados de club prohibido donde poder pecar contra la carne, justamente, tras las cortinas pesadas y mientras la pantalla exhibía “Balarrasa” o también llorando por el padre Damián –“Molokay” con Javier Escrivá hecho un chaval misionero y leproso–. Pero también “The great escape”, donde la moto de Steve McQueen conducía a una libertad inexistente o a la libertad de estrellarse contra una alambrada, o la extravagante “Petulia” de Richard Lester capaz de enredarnos a todos con el uso sistemático del flashback.

    El Cervantes que se revelaría en los sesenta, en sus sesiones matinales de domingo como un foro para los grupos musicales que empezaban a respirar: los Fwyns, los Cisnes, los Blondas y, sobre todo, los Diablos. El híbrido Olympia –cine de barrio con cajones de madera en el gallinero, columnas de fundición en el patio y un piano averiado, bajo la pantalla como recordatorio del cine mudo– donde fui estafado por un desaprensivo que me engañó al sacarme las entradas de general a precio de butaca. En el Olimpia se celebraban las semanas de la Juventud, con representaciones teatrales del Teatro Popular de Cultura (TPC) con Bermejo, Oliver, Manjaliza y Aguilera. Esforzados intérpretes de obras de Beckett (¡ …!) como “Esperando a Godot”, de Alfonso Sastre y de Alejandro Casona. De aquel TPC originario yo conocí de cerca los últimos episodios con el nombre ya de TCE que debutó en mayo de 1969 bajo la batuta de Pérez Espejo con “El embrujado” de Valle Inclán, casi al mismo tiempo que se iniciaba en Almagro el III ciclo de Teatro Clásico o que la Compañía Lope de Vega mostraba en el Cervantes “Divinas palabras”, Tango de Mrozeck y “Madre coraje” de Brecht. Los del TCE montaron a Thorton Wilder, a Henry Miller, “Doña Rosita” de Lorca –la de los pechos como limoncitos o como unas naranjitas– y la “La farsa de Maese Patelin”, con gentes como Fernando Gabriel, Lola Alcantud, los hermanos Sánchez Wolf, mi hermana Esperanza y Miguel Ángel León que estaba pero no estaba ni actuaba, después de su viaje de los pechos del Movimiento a una oposición más intelectual que política, que le acabaría llevando a la Junta Democrática, como ya relaté en su necrológica. Oposición intelectual de “Cuadernos para el Diálogo”, de “Triunfo”, de Cine Clubs, de canciones de Paco Ibáñez y de libros prohibidos del “Ruedo Ibérico” o de Losada. Pero sí fue, el que años más tarde, mucho más tarde, al leer el segundo tomo de las memorias de Antonio Martínez Sarrión “Una juventud”, me dijo que el pianista que estudiaba Medicina en Murcia y que se albergaba en el colegio Mayor Belluga, era Pérez Espejo el director en Ciudad Real de esos insensatos teatreros de los últimos sesenta. Los recuerdo a ellos, sentados en los veladores del España en las noches tórridas de verano, con café solo con hielo tras algún ensayo, o tal vez tras algún pase del Juman de verano en el patio de los Salesianos. Los ensayos los hacían en los altos del Casino en las noches de esos veranos caldeados e interminables. Casi al mismo tiempo de ese final de teatro, Ramón Barreda se sacó de la manga una representación en el Cervantes en enero de 1969, con textos dramatizados de Neruda y de Machado. Aquello sería el punto de arranque de la Cueva Teatro Independiente, cuyo logo de una rueda de carro y un murciélago contribuí a plasmar en el paredón del bar que ese mismo verano se montó en la Puerta de Alarcos.

    De aquellas recaudaciones nació la financiación de la gira del verano de 1970 ahora ya con Lorca, Fernando Villalón, y más Machado. De 1962 fue la inauguración del Cine Castillo, curiosamente encuadrado en la muy piadosa Federación Nacional de Salas Católicas de Cine de Estreno. Tan piadosa pertenencia obligaba a estrenarse con “Teresa de Jesús” con Aurora Bautista, que llegaría andando el tiempo a ser la magnífica “Tía Tula”. Tulita, Tula, como confesaba el cura protagonizado por José María Prada –el alcohólico de “La caza” de Carlos Saura–, asediada por la carne de su cuñado impaciente, viudo y solitario en una visión exacta de aquellos años. Como un misterio sorprendente, el día después del estreno de la cinta teresiana, se paseó por la ciudad la reliquia de la Santa de Ávila en un extraña procesión que prolongaba el cine y lo sacaba a la calle.

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