Algunos otros lugares en los que viví o trabajé, tampoco existen; y tampoco hace tanto tiempo de ello. Hasta las aulas de mis primeros años en los Marianistas se las tragó la piqueta, que también tiró de la fila de acacias que poca sombra podían dar al estar orientadas a Levante. Con tal desaparición volaron todos los olores depositados en los rincones, los restos de papel dormidos en las papeleras, las anotaciones de tiza en los alfeizares de las ventanas y el murmullo de los asientos al golpear el banco. Incluso he podido asistir a la demolición de un edificio proyectado por mí hace veinte años y en perfecto estado de salud, como prueba irrefutable del embargo moderno de esta ciudad que se despedaza en su interior y sólo muestra un exterior corroído de cicatrices, costuras y marcas de una sutura imposible, por mucha melancolía que despliegue. Similares lamentos he podido oír de boca de otros amigos o compañeros que se duelen de su desdicha y de la pérdida de la memoria edificada de un pasado cada vez más irreal y, por tanto, más ilusorio. Hay, incluso, compañeros de viejas fotos a los que no he vuelto a ver, como en el libro de Ignacio Vidal Folch. Porque la ciudad que vemos hoy, si es que la vemos, es una amalgama reciente y aún humeante, como el horno caliente que moldea nuevas conciencias, de ladrillos, aluminio, rótulos luminosos y paneles decorativos, con una antigüedad de veinte años o de treinta años a lo sumo. No tengo nostalgia del pasado, de la misma forma que no tengo ningún orgullo por el presente en el que nos miramos sin vernos. Porque en todo caso es sólo un presente canijo y raquítico de veinte o treinta años de antigüedad o tal vez menos, o mucho menos.
Por lo que todo aquel que exceda la edad de dicho tiempo será ya, irremediablemente, moderno, aún sin saberlo o sin quererlo. Pero parece claro, que esa no es la pretensión del poeta. Si no, bastaría con vivir en cualquier ciudad de arrabal de transformación reciente, de periferia industrial o de súbita mutación del extrarradio, para ser moderno a cualquier precio o a ningún precio. Ser moderno en Barcelona puede ser más difícil. Y no digamos nada lo que cuesta tal meta en ciudades a las que uno no las ha sobrevivido: tal vez Sevilla, o parte de Toledo o Granada y sobre todo Venecia o Verona. Pero en Albacete, Getafe, Puertollano o Ciudad Real todos sus habitantes son modernos; aún los más recalcitrantes a tal signo y que se sospechan tradicionalistas y conservadores. ¿Son modernos sin saberlo? ¿Hasta los más inveterados conservadores, los más reputados arqueólogos, los más afamados tradicionalistas, las camareras y devotas de sus Santas Patronas, el presidente de la Asociación de Cofradías y los cronistas locales? No, no puede ser. Ellos son los que quieren explotar y explorar las tradiciones, todas las tradiciones, incluso las inventadas recientemente o las inexistentes antes de ayer. Se consideran herederos de un caudal inmemorial de acontecimientos, de un poso inmemorial de noticias sin argumento, de un legado de tradiciones que los define y conforma y los hace, propiamente, así de genuinos. No advierten, o no llegan a advertir, que todo lo que estiman y aprecian, que todo de lo que se enorgullecen es un simulacro reciente de un pasado inventado. Sacan pecho de forma inconsecuente y se emocionan por cualquier gesto equívoco y banal. Ellos, por más que vivan en un espacio transformado y reciclado de plásticos y neones en tan sólo treinta años, no son modernos, serán criptomodernos. En primer lugar, porque no quieren serlo. Y en segundo lugar, porque no tienen conciencia de tal circunstancia. ¿Cómo ser moderno sin saberlo? Si, justamente, de lo que se presume es de lo contrario.
La conciencia de ser moderno que proclama Gil de Biedma se nutre de un desarraigo, que es ya un gesto decidido y consciente de anulación del presente, como ya escribí en el texto de la exposición de mi amigo Kirico “La estrategia del regreso”; “Pintando hacia atrás con ira” lo denominé en homenaje a la “Angry generation” de los jóvenes airados británicos que darían salida al Free Cinema, a escritores como Kingsley Amis o Allan Sillitoe y a autores de teatro como John Osborne. Aquel texto era un revoltijo de visiones cinematográficas con fotos escolares y trazos de pintura como un reguero que se va dejando por el camino; igual que la novela stendhaliana que es un espejo que se pasea por el camino de la vida. Cierta pintura es un rastro de manos manchadas, miradas veladas por el sol calcinado, sombras de ensueño malvas y amarillas y un pasado que nos deja yertos y tiritando. El pasado como anulación del presente y el presente como anulación del pasado; pero nunca, o casi nunca, el futuro que no es nada; o es humo que se desvanece y sólo deja un reguero presentido de aire caldeado y volutas azuladas de un misterio que no alcanzamos a comprender. Pero tal anulación, no se ejecuta desde la melancolía del pasado, sino desde la absoluta irrelevancia de lo que hemos llegado a ser, de ese presente plano y átono por muy orlado de colores que se presente. Tal gesto de extrañamiento y distancia respecto al medio en el que nos desenvolvemos es el punto de iniciación de la carrera para ser moderno. Extrañamiento y distancia, consecuencia de la anormalidad de todos los signos, hasta de los más livianos, que nos envuelven y disuelven. Signos físicos, signos mentales, signos sociales y, si se quiere, signos culturales. Justamente, la percepción de tal anormalidad es el primer síntoma de estar tocado por esa enfermedad temible que se transforma en una insólita carrera. Carrera en la que ya nos han precedido otros ilustres extrañados, que han vivido la experiencia de la ciudad moderna –no solo la propia– como un gesto arbitrario y gratuito. Arbitrariedad y gratuidad que los más osados consideran excitante y los más arrepentidos, como prueba de que dios no existe y, por ende, todo está permitido. Parte de la arbitrariedad y de la gratuidad de dicha experiencia de la ciudad nos marca indeleblemente como extranjeros o como supervivientes. Extranjeros sin patria y supervivientes sin vida que vivir. Y es justamente, la constatación de dichos valores –gratuitos y arbitrarios– el primer peldaño de esa escalera que nos conduce, irremediablemente, al vacío y al tedio como valencias de lo moderno y como prórroga sin fin de aquellos salones recreativos de los sesenta. Un extranjero o un superviviente no suele reconocer la realidad que descubre tras su viaje o tras la peripecia salvífica. Su casa no es su casa, si acaso un hotel internacional anónimo y brillante como los cuadros de David Hockney; su patria está asolada por el seísmo o por el terremoto que ha conmovido y agitado toda el armazón de la nueva ciudad que emerge brillante tras el cataclismo. Todo está fuera de lugar, todo está cambiado, nada es lo que era. Ni las calles son ya calles, ni las plazas albergan la sombra de los olmos, el arrullo de las palomas o los carrillos de los chucheros pintados de rojo. ¿Cómo reconocer lo que ya no es sin haber sido antes otra cosa? Por todo ello, es por lo que hay que acomodar la mirada y descubrir, no los restos del naufragio, sino las razones de esa zozobra incomprensible.
Tras el reconocimiento estupefacto de lo visible y de lo invisible se esconde el argumento cabal de la experiencia moderna. El auténtico moderno, por ello, es presa de ambas sensaciones de tedio y vacío. Mientras que la sinrazón de los otros acomodados y conformes, les impide degustar tales golosinas, el moderno se nutre de esa desesperanza que tejen conjuntamente el tedio y el vacío. En esa exploración inicial de reconocimiento de la extranjería o de la supervivencia, acontece el primer descubrimiento: la sensación del vacío de la ciudad moderna. Sensación de vacío, consecuencia de que todos los signos que pueblan los repertorios carecen de significado y son mera exhibición de su superficie satinada y plana como los mapas escolares. Es un sentimiento similar al que preside el alma de los usuarios bondadosos de un Parque Temático. Tal realidad pretende fabricar emociones con un decorado mítico y mitificado que mixtifica todos los acontecimientos. Pagamos, incluso, por fabricar nuestras propias emociones en un entorno que se quiere como la inversa de la ciudad que yace fuera del recinto del Parque. De tal forma que lo que antes era la ciudad histórica, es hoy el Parque Temático. Con una diferencia, aquí vivimos de alquiler durante un breve lapso de tiempo. El tedio acontece como consecuencia de tal simulación insoportable y reiterada. Es similar tal sensación, al tedio televisivo: una absoluta unicidad de contenidos, bajo una enloquecedora sugestión de formas brillantes y cambiantes, para cobijar la banalidad más imponente. Lo sorprendente de ambos tedios, es la sumisión religiosa con que los devotos practican su liturgia de exaltación de contenidos: ya los valores urbanos locales, ya la programación universal de ocio. Quiere ello decir, que los hipotéticos ciudadanos modernos -por haber sobrevivido a la ciudad de su juventud o por malearse con el tedio televisivo- no lo son, por que carecen del requisito del sentimiento del vacío. Es esta una de las diferencias que marca y señala a los auténticos de los impostados. Estos valoran la programación del artificio con la misma intensidad con que se siente legatarios de un pasado triunfal y orlado de beneplácitos.
La dificultad de ser modernos, esto es la de alentar tedio y vacío como huellas de la experiencia, radica en la necesidad de toda tradición, incluso para sentirnos modernos. Sin conocimiento del pasado, no podemos concluir con la impostura del presente y sólo podemos ribetearnos de bagatelas, como los criptomodernos, que no cuentan con presente porque carecen de pasado. La renuncia del presente requiere, por ello, contar con esa otra referencia que nos proporciona la memoria de otros tiempos. Tiempos llenos para colmar un vacío; o tiempos vacíos para colmar otro vacío.