En los tiempos del desierto, cuando Moisés conducía al pueblo de Israel hacia la Tierra Prometida, necesitó buscar ayudantes para la ingente tarea de conducir un pueblo hacia la libertad. El Espíritu de Dios fue derramado sobre aquellos que habían sido elegidos para compartir su carga, pero Moisés hubiera deseado que todo el pueblo recibiera el Espíritu para poder ser profeta de Dios.
Siglos más tarde, el profeta Joel convirtió el deseo de Moisés en una promesa: al final de los tiempos, todo el pueblo, desde el más pequeño hasta el mayor, recibirían el Espíritu de la profecía para poder hablar en nombre del Señor. San Lucas nos dice que, cincuenta días después de la Pascua de Jesús, se cumplieron el sueño de Moisés y la promesa de Joel.
También Jesús había prometido que enviaría su Espíritu como fruto de la resurrección. El día de Pentecostés, por tanto, es el momento del cumplimiento de una promesa repetida por Dios a lo largo de la historia. La llegada del Espíritu es la hora del cumplimiento, el momento de lo definitivo.
Por otro lado, sabemos que san Lucas nos presenta aquel acontecimiento en paralelo con la teofanía del Sinaí, que era lo que celebraba la fiesta judía de Pentecostés. Para Israel, el Sinaí fue el momento, no solo de la alianza, sino del gran regalo de Dios a su pueblo: la Torah, la Ley, la senda por la que caminar seguros por la vida para acertar.
Para san Lucas, a la Torah de Moisés se corresponde ahora el Espíritu de Dios, que también es considerado como el gran regalo de Dios al pueblo de la nueva alianza. Al don de la Ley se corresponde el don del Espíritu, al que llamamos «Don en tus dones espléndido» y del que pedimos recibir sus «Siete dones».
El Espíritu Santo es el mejor regalo, no solamente porque no se puede regalar nada más hermoso y valioso, sino porque significa en sí mismo la gratuidad. Es regalo, no solo en cuanto al contenido, sino porque es aquello que solo se puede recibir gratis, es la pura gracia de Dios que se nos regala a raudales.
Aquí tenemos, por tanto, dos de las grandes características de Pentecostés y la llegada del Espíritu: el cumplimiento y el don. Si unimos ambas, incluso, podemos afirmar que, cuando Dios cumple sus promesas, lo hace siempre de forma gratuita y desbordante. Quizá por eso lo anuncia y promete: para que sepamos que es puro regalo y nos preparemos a recibirlo con agradecimiento.
El Dios de la antigua alianza se caracterizaba por la palabra de la promesa: los patriarcas son el mejor ejemplo de ello, con la promesa de un gran pueblo que heredaría una hermosa tierra. Pero también continúa la promesa cuando se espera un futuro rey-Mesías, o un profeta como Moisés, o una restauración final de la ciudad elegida.
Con la llegada del Espíritu, en cambio, el tiempo de la promesa llega a plenitud. Estuvo presente el Espíritu cuando el Mesías prometido se encarnaba en el seno de María, o cuando lo ungió para anunciar que había llegado el Reino de Dios. Estuvo presente el Espíritu en el acontecimiento más definitivo de la historia: la resurrección de Jesús. Ahora, en Pentecostés, el Espíritu incorpora a la Iglesia al mundo de lo definitivo, al ámbito del cumplimiento de las promesas. Ya no vivimos solo de futuro: el presente es ya comienzo del final porque el Espíritu está presente. Están naciendo hombres y mujeres nuevos que se viven desde dentro, tocados por aquel que modeló a María como madre del Mesías.
El Espíritu también lo marca todo con su sello de gracia: recibirlo y vivir de él significa abrirnos al mundo de lo gratuito, del regalo como clave de la vida y de la felicidad. No hay nada que merezcamos menos que el Espíritu y el amor de Dios. Frente a la gracia, toda vanagloria queda destruida y la humildad se nos derrama como única posibilidad de vivir en plenitud.
Todo es regalo, sobre todo lo que más importa; todo es gracia: el Espíritu lo llena todo y nos quiere como mensajeros de su gracia definitiva que va transformando la historia de forma oculta y poderosa. En Pentecostés ha comenzado la plenitud y ha estallado la gracia.