Pensar en siempre acaba siendo preocuparse de. En mi niñez y adolescencia había niñas adolescentes que se hacían famosas como estrellas de cine, como Marisol y Rocío Durcal, o por encarnar maravillosos personajes de novela, como Inger Nilson.
Aquellas niñas extraordinarias, aquellos portentos prodigiosos, puellae mirandae, aunque utilizadas como puro negocio de sus mayores – los niños que ejercen sus dones no pueden esperar otra cosa – , fueron las delicias y el deleite de nuestra niñez y adolescencia. Con ellas reímos, nos divertimos y hasta lloramos. Además, todo niño añade a su personaje la gracia y la pureza propias de su condición metafísica de niño, que sólo conceden los dioses por breves años.
Pero a la niña Greta Thunberg, que parece siempre al borde del paroxismo, le toca interpretar el papel de combatiente de la izquierda radical, una Casandra energuménica con espavientos de Apocalipsis universal, y su niñez, sin duda también en su vida oculta llena de gracia e inocencia, está siendo sepultada por ideales fanáticos con los que se ha secuestrado su cabeza y su corazón, y está siendo programada por una pseudoreligión cruel y despiadada.
No es ya que sus mayores la utilicen como un gran negocio, sino que la política la está usando como carne de cañón de la que prescindirá muy pronto, y usar como carne de cañón a un niño es de lo más miserable. Porque robar el tesoro de la infancia no tiene castigo suficiente en el ámbito de una mínima moralidad aceptable.
Quién es y quién quiere ser
Casi nadie a la edad de Greta Thunberg sabe quién es y quién quiere ser. Nuestro señor Don Quijote tuvo que pasar de los cincuenta años para poder exclamar: “Ya sé quién soy”, y que el Unamuno de verdad – no el del rojerío del Séptimo Arte subvencionado – traduce como “Ya sé quién quiero ser”. El bueno de Alonso Quijano sabe quién es, mejor dicho, se sabe a sí mismo quién es cuando quincuagenario empieza a ser, a querer ser Don Quijote.
El rostro tenso y enojado de Greta nos señala que no se ha encontrado con su ser, como casi todos los adolescentes, esto es, con su ser para un destino libérrimamente elegido, sino que ha sido arrancada del paraíso de la infancia, y pervertida por los mezquinos intereses de los mayores para combatir por intereses bastardos y representar una vocación ajena.
Si la bandera que alza Greta fuera de Greta…a cuántos nos ganaría su causa. A lo que es a mí nada sirve la monserga científica, jamás inerrante e infalible, cuando un niño levanta un estandarte. Desde luego lo que dice un niño de verdad suele interesarme más, sobre todo cuando el niño lo siente como un destino.
Odio infinito en su cara cuando miraba a Trump
Hace días el mundo fue testigo de algo infame. Un odio infinito se dibujó en su cara cuando miraba a Trump. Emponzoñar el corazón del hombre cuando está en el estado de la infancia es algo nauseabundo, y verlo tremendamente desagradable. Greta Thunberg ha pasado de ser el perverso polimorfo con que Freud definía a los niños en su imprevisibilidad divina a ser una persona monomorfa de ideológica histeria clasificada por un frenesí tabulador.
La niñez y la adolescencia son estados metafísicos del alma humana, que no deben ser tomados nunca como pasos de un proceso de humanización creciente hasta llegar a la edad adulta, como la etapa fetén del ser, sino que son caras singulares del ser por sí en ese poliedro maravilloso que es lo humano.
Si al menos Greta fuera de esos niños asténicos, poseídos por un ideal transcendente y místico, por toda una divinidad, como ese niño, San Giovanino, representado primorosamente por Donatello en un sublime relieve que descubrió nuestro inolvidable amigo Antonio García-Trevijano, nos dejaría ver en su faz y en la todavía boca de pato infantil el ímpetu apasionado de un mundo mejor, de un supermundo delirante, como el Reino de Dios, o si su semblante fuese como esas caras de los intermundia fotografiadas de los pastorcillos de Fátima, Francisco, Jacinta y Lucía, en donde la belleza inefable de la infancia traduce la bondad de Dios, disculparíamos el absentismo escolar de Greta, pero su mirada de odio, de frenética petulancia y de histérica agresividad aconsejan un profundo programa educativo inmediato de atención a la diversidad.
Al final Donald Trump, cuando reaccionó ante ella con un “What a nice!”, “¡Qué monada!”, demostró inteligencia y caridad. Yo creo que tanto las niñas indoeuropeas que habitaban en los Kurganes hace tres mil quinientos años, y que ordeñaban todas las tardes a las cabras y a las vacas de la aldea ( weikos ), como los niños que acarreaban el ganado ( de donde vienen las deuhitares – hijas – y bhrateres – hermanos – ) no estaban tan explotados laboralmente como para llegar al surmenage, que sufre la pequeña Greta.
El abismo llama al abismo, la demencia social engendra y multiplica la demencia personal. Cum scholae amicis puella beata est.