En la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, la muchedumbre de los discípulos cantaba y alababa a Dios a gritos por todos los milagros que este Mesías había realizado camino de Jerusalén. Ante tanto griterío, algunos fariseos de entre la gente le dijeron a Jesús que los mandara callar. Jesús, en cambio, les respondió que, si callaran los discípulos, las piedras mismas se pondrían a cantar.
La Pasión de Jesús se abre entre gritos de alabanza por parte de la multitud; así también terminará: con gritos de la multitud, pero no para alabar a Dios, sino para pedir la condena de Jesús. La multitud sigue gritando: tal vez no sepa hacer otra cosa. Pero los discípulos sí cambiarán su actitud: al entrar en Jerusalén, gritan con Jesús, durante las últimas horas, cuando el Maestro es juzgado y muere, los discípulos callan y se alejan.
También Jesús callará en aquellos momentos: como un cordero llevado al matadero, no abrirá la boca ante Pilatos ni ante quienes lo injurian, porque es el Siervo obediente del Dios Altísimo.
Entonces, las piedras gritarán y temblará la tierra: los sepulcros quedarán abiertos con su muerte y su propio sepulcro quedará vacío, porque la piedra que sella la muerte se abrirá para dar paso a la luz de la vida.
Es muy diferente el silencio de Jesús ante la muerte al silencio de sus discípulos, que se alejan del peligro y del Amigo cuando las dificultades aprietan. Hubo también otro silencio en la hora definitiva de la muerte: el silencio de Dios. A través de ese silencio, el misterio de la vida se revela como nunca, a la sombra del Crucificado.
¿Vivimos hoy también en tiempos de silencio? Es probable que no abunden el sosiego y la tranquilidad en nuestras celebraciones de Semana Santa; hay más bien bullicio, canciones, quejas, músicas diversas. En cambio, suele predominar otro tipo de silencio: el del testimonio. Pocos son los discípulos que se atreven a alabar a Dios, incluso en tiempos de Semana Santa y celebraciones folklóricas, incluso en el corazón de familias de tradición cristiana. No abundan los creyentes que, más allá de la fiesta, cantan himnos al Dios de la alianza y se atreven a alabar a Dios de forma pública con su palabra y su vida.
¿Cantarán las piedras? Ante el silencio de los discípulos, frente a su ausencia y cobardía, ¿hablará Dios con la voz de las piedras y el lenguaje de las criaturas? ¿O, tal vez, gritará a nuestros corazones con la voz de su silencio?
¿Qué nos pide, en definitiva, el Maestro en estos días? ¿Cómo hacer de nuestras vidas celebración pascual? ¿Quiere que lo acompañemos entrando en Jerusalén, publicando con valentía nuestra condición de discípulos? ¿O desea que estemos a su lado, despiertos, en la soledad de la oración del Huerto? ¿Tal vez nos pide que aprendamos del Siervo y respondamos con la fuerza del silencio ante las injusticias de los hombres?
Como diría el gran sabio Eclesiastés, «hay un tiempo para todo, para hablar y para callar», para publicar y para meditar. Tal vez, el drama del creyente esté en que vamos un poco a destiempo: tal vez, cuando toca callar no dejamos de hablar y, en cambio, cuando toca dar testimonio nos refugiamos en un silencio cobarde.
Es posible que también nuestro estilo de celebrar la Semana Santa vaya un poco a destiempo: no sé si el Viernes Santo nuestras acciones y nuestra vida ciudadana responden al misterio de la muerte de Jesús; no sé si en la noche del Sábado nuestra actitud humana y espiritual responde al misterio más luminoso que jamás la historia de los hombres ha contemplado.
Estamos llamados a aprender un silencio de discípulos y una voz de apóstoles, un silencio de hondura y una palabra valiente: buscamos obedecer al Siervo en cada momento para responder adecuadamente a su voluntad.