La Semana Santa está a punto de terminar. Hemos representado la Cena de Jesús, su muerte y, ahora, en este domingo solemne, nos disponemos a recordar su resurrección. Un año más, ha pasado la Semana Santa y cada cual volverá a sus tareas; algunos, pendientes ya de los preparativos para el año próximo.
También en tiempos de Jesús pasó la fiesta pascual de los judíos; aquel año, con los dramáticos acontecimientos de la muerte del profeta de Galilea. Para la mayoría de los habitantes de Jerusalén, todo ha pasado y vuelve la rutina cotidiana. Es posible que, también, para la mayoría de los que han celebrado esta Semana Santa, todo quede en el pasado –vivido con mayor o menor devoción– y la rutina de lo cotidiano vuelva a habitar nuestra existencia. Hemos representado los acontecimientos fundamentales de la fe cristiana y, ahora, vuelve la vida real, lo de antes, lo de siempre.
Pero esto no es lo que sucedió en los comienzos de nuestra era: la resurrección de Jesús no es un acontecimiento del pasado, que se puede representar como su muerte o su vida pública.
Podemos caer en la tentación de representar el pasado como pasado: tristes en Viernes Santo, felices y comunicativos el Domingo de Resurrección. Podemos caer también en la tentación de pensar que, con la resurrección, todo queda atrás, superado, olvidado, como una enfermedad que vencemos y recordamos como un sueño desagradable marcado en la memoria.
Es importante subrayar, en primer lugar, que la resurrección de Jesús no ha «superado» su muerte, su vida pública, su encarnación. Él resucita con las marcas de la pasión, es su mismo cuerpo de judío galileo, nacido de María, el que se levanta del sepulcro, transformado por obra del Espíritu como primicias de una nueva creación.
La resurrección no es olvido del pasado, sino recuperación y memoria de todo lo vivido, grabado a fuego del Espíritu en nuestra propia carne. Si esto no fuera así, esta vida sería simplemente un lugar de paso que hay que soportar, un mal sueño que preferiríamos no haber tenido; o una existencia fugaz que se nos escapa y que debemos disfrutar con ansiedad.
Pero la resurrección es algo diferente: Dios resucita nuestra vida única, nuestra biografía, nuestros cuerpos marcados por nuestros sufrimientos y decisiones. La resurrección es memoria gloriosa de un camino difícil en el que Dios ha trabajado y sufrido con nosotros. La espera del futuro nos ayuda a tomarnos en serio el presente, a sembrar con perseverancia, a luchar por el bien, a vencer todo desamor, a entregar la vida.
Es lo que proclamamos en el Credo cuando decimos que creemos en «la resurrección de la carne».
En segundo lugar, es importante subrayar también que la resurrección de Jesús lo cambia todo y comienza la era definitiva de la humanidad. Solo unos pocos acabaron aquella pascua judía, en el año treinta, sabiendo que ya nada volvería a ser igual. El cosmos se había estremecido desde sus entrañas y había comenzado una nueva creación; se había encendido una luz que jamás sería apagada ya por ninguna tiniebla. Esos pocos fueron los que tuvieron la experiencia de Jesús resucitado, los primeros creyentes.
De la misma manera, cuando hemos celebrado eucarísticamente la Pascua de Jesús, cuando ha habido memoria litúrgica más allá de nuestras representaciones, también nos damos cuenta que todo ha cambiado. ¿Cuántos acabarán esta Semana Santa con la experiencia de que, si todo cambia con la entrega y la resurrección de Jesús, también en sus propias vidas algo ha cambiado?
Si somos nosotros los protagonistas de la Semana Santa, por mucha devoción que pongamos, todo seguirá igual, con mayor o menor grado de ilusión. Si, en cambio, el Espíritu de Jesús ha sido el protagonista, la resurrección no es ya una celebración de acontecimientos del pasado, sino la transformación real, en el presente, de nuestras vidas en camino.
Esto es la fe: fuerza que transforma nuestras vidas porque las vincula al misterio del Señor. Él vive para siempre: lo sabe nuestra fe, lo saben nuestros cuerpos, que se alimentan de Vida cada Pascua, cada domingo, construyendo la memoria futura de aquello que ahora somos.
¡Feliz Pascua!