Los profetas de Israel son grandes poetas; entre ellos, muy especialmente, el profeta Isaías. Una de las características de la poesía es la capacidad de expresar ideas y sentimientos con imágenes. Es muy conocida, por ejemplo, la imagen del pastor o de la viña. Algunas de esas imágenes pueden resultarnos atrevidas, sobre todo cuando las aplicamos a Dios.
Leemos este domingo un texto del final del profeta Isaías, donde se aplica a Jerusalén la imagen de una madre que da a luz numerosos hijos, los amamanta con abundancia y los acaricia en sus brazos y sobre sus rodillas.
Estamos en la época posterior al exilio, cuando los israelitas, desterrados en Babilonia, están regresando a la tierra y a la ciudad santa. Si antes se comparó a Jerusalén con una viuda sin hijos, porque quedó desolada, ahora se la compara con una matriarca que da a luz en su solo día infinidad de hijos y los cuida en su regazo.
Junto a la imagen de la matrona, tenemos también otras imágenes como la del río o una torrentera en crecida. Esta suele ser una imagen negativa, que sirve para expresar los castigos de Dios. Todos hemos conocido los desastres que han producido las crecidas rápidas de los ríos en muchos lugares del mundo. Aquí, se cambia la imagen: lo que podía parecer inundación se torna en positivo, porque la ciudad es inundada por la paz y por las riquezas de las naciones. Se quiere insistir en la sobreabundancia de la ciudad reconstruida.
Además de la abundancia, de la multiplicidad de hijos saciados y en paz, la imagen de la matrona nos habla también de ternura. La bendición de Dios no solo nos trae bienestar y paz, sino cariño personalizado de una madre que nos ama.
Debajo de esta imagen maternal de la ciudad elegida, está la acción del mismo Dios: «Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo». Quien trae las riquezas y la paz a Jerusalén es Dios, quien acaricia maternalmente al pueblo y lo consuela es Dios en persona.
El fruto de toda esta abundancia y esta ternura es la alegría desbordada de todo el pueblo, con una nueva imagen, esta vez vegetal: la alegría del corazón se manifiesta en el florecer de los huesos como un verde prado. En la ciudad hay jardines, plantas que la adornan: esas plantas son sus mismos habitantes, que rezuman frescura y belleza desde lo más íntimo, desde los huesos. Los huesos cansados de una ciudad anciana reverdecen por la alegría que Dios trae al corazón de sus habitantes.
Un matiz importante se nos dice: «Gozad con ella todos los que la amáis; alegraos de su alegría». Cuando hay amor, nos alegramos por el bien del otro. Es la dinámica contraria a la que se inició «al este del Edén», en los días de Caín.
¿Dónde está ahora esta Jerusalén que el profeta poeta cantó? Para la tradición cristiana, Jerusalén es ahora la Iglesia, camino de su consumación definitiva en el cielo. ¿Está siendo fecunda esta nueva Jerusalén, como el profeta anunció? ¿Hay experiencia de alegría y de ternura en su interior? ¿Qué es lo que sucede cada domingo en nuestras asambleas sino esto mismo que estamos describiendo?
En la Eucaristía venimos a saciarnos de las ubres abundantes de la Iglesia madre; allí somos acariciados por el mismo Dios: escuchamos y comemos su ternura. Ahí también se desborda la paz como un río y la compartimos en comunidad; por eso, al acabar la Eucaristía, «podemos ir en paz», reconstruida la comunión para sembrar la paz alrededor.
¿Es esta realmente la experiencia que tenemos cada domingo en nuestras comunidades? ¿Está Dios presente? ¿Hay ternura, hay alegría, hay siembra de paz? ¿Salimos con los huesos reverdecidos y rejuvenecidos para retomar el camino de la vida?
El evangelio de este domingo nos habla de la misión de los setenta y dos: ¿quiénes son los que salen en misión para sembrar el Reino? Aquellos que han experimentado en Jerusalén la ternura de Dios y se han alimentado de la Palabra y el Cuerpo de su Hijo.