En realidad, éramos un “equipo de vocación”, un grupo de algo más de cincuenta seminaristas menores de toda España que, como cada año, se reunían para convivir, para compartir experiencias, para poner en común sus sueños de futuro.
Pudimos visitar la playa, observar estrellas con telescopio en un cielo limpio y frío, disfrutar de bailes regionales, aprender deportes nuevos de las lejanas tierras canarias… Pudimos, también, rezar el día de san Benito con un grupo de benedictinos, recibir un retiro en una casa de espiritualidad, ser acogidos por muchos párrocos de bellas iglesias que nos abrían sus puertas y nos explicaban su historia y su presente.
Gracias a la fe y a la vocación, cualquier lugar desconocido se convertía en hogar: aquellos rostros desconocidos se convertían en sonrisa de acogida que nos recibía como hermanos.
Ante todo, nos hemos conocido: hemos hablado, compartiendo dificultades y horizontes en la fe y en la educación; hemos palpado la riqueza de nuestras diócesis, de nuestros jóvenes, de nuestros seminarios y sacerdotes.
El momento más emotivo fue la “Vigilia del Paso”.
Cuando los jóvenes terminan de estudiar el Bachillerato, deben elegir qué carrera estudiar o dónde prepararse para el trabajo y la vida que sueñan en el futuro. Es cierto que, en la actualidad, muchos adolescentes no saben qué elegir: la carrera se convierte en una especie de “Secundaria alargada” en la que se pospone la elección. Conozco a muchos jóvenes que no se han planteado qué hacer con sus vidas hasta bien entrada la carrera o, incluso, después.
Esto mismo sucede también en nuestros pequeños seminarios menores, habitados por adolescentes de hoy, con sus móviles encendidos y sus vidas recortadas en el presente. Pasar al Seminario Mayor significa, no solo elegir una carrera para estudiar, preciosa por cierto: Teología; significa, también, dar un paso de disponibilidad hacia la vocación sacerdotal. No es fácil. De hecho, muchos de los jóvenes de la convivencia decían que “aún no lo tenían claro”. Me pregunto si algún día tendrán algo claro, o dejarán que la sociedad elija por ellos cada paso que dar y cada placer que consumir.
A pesar de todo, quince de aquellos jóvenes se atrevieron a dar un paso adelante. Se pusieron delante de todos y nos contaron la historia de su vida, que ellos han interpretado como vocación: han recibido signos de un Dios que ama, elige y envía. Alguno, incluso, se atrevió a convertir su testimonio en llamada para otros: “¡No tengáis miedo, decidid, entregaos, fiaos de Dios!”.
Tres de esos jóvenes eran de Ciudad Real.
No sé realmente cómo está la juventud de hoy. Sé que hay muchas dificultades, que los adultos no estamos educando bien a las nuevas generaciones: sobran pantallas y falta lectura, sobran mimos y falta presencia; falta esfuerzo, horizontes, ilusión, motivación, deseos de amar con mayúsculas. Sé también que mucho bueno se esconde detrás de unas apariencias de superficialidad y dispersión. Lo he podido ver estos días en aquellos quince jóvenes que, entre todos sus compañeros, se han atrevido a dar un paso, se han fiado de Dios, se han puesto a disposición de la Iglesia para servir a esta sociedad, para entregarse a jóvenes como ellos y transmitirles el tesoro que ellos mismos ya han empezado a descubrir.
¿Qué es amar sino dar un paso hacia el otro? ¿Qué es educarse sino salir de uno mismo para descubrir la complejidad y belleza de todo lo real?
“Dar el paso”: he ahí la clave de nuestra juventud.