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09 septiembre 2024
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La dicha de comer

Uno de los signos de la contingencia del hombre es que tiene que alimentarse para poder vivir: por sí solo no puede mantenerse/ Lanza
Uno de los signos de la contingencia del hombre es que tiene que alimentarse para poder vivir: por sí solo no puede mantenerse/ Lanza
Manuel Pérez Tendero

“El camino es superior a tus fuerzas”: son las palabras que Dios le dijo al profeta Elías cuando caminaba por el desierto hacia el monte de Dios. Por eso, tuvo que comer y beber hasta dos veces, para poder aguantar el largo recorrido que tenía por delante.

Uno de los signos de la contingencia del hombre es que tiene que alimentarse para poder vivir: por sí solo no puede mantenerse. Necesita tomar el oxígeno del aire con su respiración, necesita beber el agua y necesita comer los nutrientes que hagan posible su continuidad vital.

Esta necesidad material también la podemos trasladar al aspecto espiritual y psicológico del ser humano: para realizarnos como personas necesitamos el amor de los demás; la felicidad no la podemos generar desde dentro: es fruto del amor que nos llega de los demás y del amor que nosotros les entregamos a ellos. La soledad es como el hambre del alma que nos deja raquíticos y sin esperanza.

Para que esta necesidad de alimento exterior no se olvide, nuestro Creador nos ha regalado el hambre y la sed: el cuerpo nos habla y nos pide lo que necesita. Por otro lado, también nos ha regalado el gusto por las cosas que comemos: la necesidad se convierte en placer, disfrutamos de la comida y de la presencia de los demás. De alguna manera, cuando comemos en compañía, estamos alimentando las necesidades del cuerpo y del alma, estamos alimentando todas las dimensiones de nuestro ser.

Por esto mismo, el mismo Dios que nos creó, al hacerse carne para salvarnos del pecado y de la muerte, ha inventado una comida para la nueva alianza: la Eucaristía. Ahí, simbolizamos nuestra necesidad de alimento material y nos acordamos, con la colecta, de aquellas personas que pasan hambre. Ahí, dirigiéndonos su propia Palabra, el Señor alimenta nuestro espíritu y nos da luz y fuerzas para afrontar nuestro propio camino vital. Sin la palabra de los demás seríamos muy pobres de alma; sin la Palabra de nuestro Pastor, no podríamos afrontar con acierto los retos de la vida.

Por otro lado, en la Eucaristía, al comer juntos en el día de la resurrección del Maestro, también se fortalecen nuestros vínculos humanos y alimentamos nuestra necesidad de comunión. Somos familia, somos sociedad, somos relación: deberíamos aprender a celebrar la Eucaristía de tal manera que apareciera también subrayada esta dimensión, humana y divina, de comunión entre los hermanos. La Eucaristía debería ser una vacuna contra la soledad, una victoria de la comunión frente al egoísmo.

Además, al comer el pan que ha llegado a ser Cuerpo del Señor, estamos alimentando otra dimensión de nuestros cuerpos y nuestro camino humano: estamos comiendo pan de resurrección, estamos llenando nuestro cuerpo y nuestro espíritu del alimento del mundo nuevo. Al final de la Eucaristía, cuando el sacerdote llega a la sacristía, dice en voz alta inclinándose ante el crucifijo: “Prosit”; los acompañantes responden: “In vitam aeternam”. “Que aproveche… para la vida eterna”. Venimos de comer y deseamos que esta comida tenga sus frutos, aproveche para alimentarnos; pero sabemos bien que este alimento nos da algo más que nutrientes para un tiempo: siembra en nosotros la vida eterna.

Por eso, todos los que comen mueren; también murieron los israelitas en el desierto, aunque comieron un pan del cielo, el maná. Pero el pan que Jesús ofrece es un alimento para no morir, para ir sembrando, desde ahora, nuestros cuerpos de vida eterna.

Lo ha dicho él y nos fiamos de su palabra: la Eucaristía nos hace vivir la vida de Dios y prepara nuestros cuerpos para la resurrección. Nuestro camino, como el de Elías

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