Existen pocos días en los que la sorpresa no se hace presente en alguna persona o lugar más o menos próximo. Imprevistos de distinto cariz y calibre, más o menos graves, que lógicamente nos pillan desprevenidos y que bien podríamos calificar como aquello que el futuro esconde.
Nosotros los humanos, tenemos montada la existencia como una continuidad de hechos y comportamientos. Diseñamos el futuro como una prolongación del presente y este mismo como herencia del pasado, todo ello consecuencia de haber sido educados para vivir en una sociedad sin sobresaltos, con las necesidades cubiertas cuanto menos a corto plazo. Esta filosofía calculadora y controladora de la vida nos hace por ello demasiado vulnerables a esos hechos inesperados pues suponen una desviación al plan que teníamos preestablecido. Y es que la vida, aquella que aún nos queda por vivir, tiene diseñado uno propio y desconocido que siempre se acaba imponiendo. Es la doble línea vital que traza por un lado lo que nosotros deseamos y a veces conseguimos y aquella que el futuro nos tiene preparado de la que ignoramos, tanto el recorrido como su duración, una línea que al fin y a la postre conduce a nuestro final, siempre.
La enfermedad aparece en nuestras mesas cual comensal que no ha sido invitado. Supone, además de un contratiempo personal, un golpe a la apuesta por la ciencia y el progreso, un progreso que conlleva en muchas ocasiones lograr vencer las derivas naturales a base de talento e ingenio.
Un entusiasmo legítimo y necesario que sin embargo hace olvidar a veces el hecho de formar parte de una naturaleza de la que no podemos huir y de la que somos completamente dependientes. Los científicos avanzan en sus descubrimientos pero esa naturaleza se muestra con demasiada frecuencia igual de primitiva recordando que es ella la que en definitiva hace y deshace nuestros sueños.