En nuestros campos, las viñas ya se van vistiendo de verde, germinando un año más en esta primavera bendecida por las lluvias. Los sarmientos ya fueron podados y, ahora, toca germinar y crecer para que la cosecha llegue abundante al final del verano.
En este tiempo de brotes, Jesús de Nazaret nos habla de viñas, sarmientos, frutos y poda. La imagen de la viña es una de las metáforas más importantes de la Biblia, que sirve de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En los profetas sobre todo, pero también en los Salmos y en el Cantar de los Cantares, la viña –uno de los cultivos principales de la tierra prometida– sirve para simbolizar al pueblo elegido: Dios sacó una vid de Egipto y la trasplantó en Canaán; allí, ha empezado a extender sus sarmientos hasta el mar.
Esa viña, en ocasiones, es pisoteada y está abandonada: Dios la castiga por su falta de frutos. La imagen de la viña sirve de trasfondo para profundas oraciones a Dios en favor de su pueblo.
En el Nuevo Testamento, también Jesús habló de viñas y fruto, de viñadores y dueños. En la Última Cena, el fruto de la vid sirve de materia para establecer la comunión íntima con Jesús, que está a punto de derramar su sangre por todos.
En este contexto de despedida en la Cena, el evangelista san Juan nos presenta una versión original de la metáfora de la viña. Dios ya no es el dueño, sino el viñador mismo, el que se afana por trabajar directamente en la viña; por otro lado –y esta es la gran novedad– la viña ya no representa a Israel, sino al mismo Jesús: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador». También en otras ocasiones, el Nuevo Testamento aplica a Jesús conceptos que definen a Israel como grupo: san Pablo habla de la descendencia de Abraham, en singular, para aplicarlo al descendiente individual, Jesús. El Hijo del hombre, que era un concepto social en Daniel, se aplica a Jesús de forma individual. Cuando la Sagrada familia vuelve de Egipto, san Mateo aplica a Jesús una expresión de Oseas que se refiere a todo el pueblo en el éxodo: «De Egipto llamé a mi Hijo».
Quizá sea esta la gran clave del Nuevo Testamento: la centralidad de Jesús; él es el pueblo definitivo, el hijo de las promesas, el que cumple lo que Dios esperaba de su pueblo. Por eso, también ha cambiado la clave profunda de la religiosidad: el fundamento ya no es la pertenencia física a un pueblo, sino la vinculación con Jesús de Nazaret. Somos sarmientos suyos, somos su cuerpo, somos hijos en el Hijo.
El pueblo ya no es viña, sino conjunto de sarmientos vinculados a la vid. Como en los antiguos profetas, lo que importa es dar fruto; pero ahora sabemos la clave para poder dar fruto: estar injertados en la vid y dejar que el viñador nos limpie, nos pode.
El fruto y la pertenencia se relacionan recíprocamente: sin estar unidos a él no es posible dar fruto; pero, por otro lado, si no damos fruto, el viñador nos arranca de la vid y nos echa fuera. Además, Jesús nos pide insistentemente que permanezcamos en él: ¿cómo hacerlo si el viñador nos corta y nos lanza al fuego?
¿Qué es prioritario, el fruto o la permanencia? Hemos de reflexionar despacio sobre los diversos matices que se desarrollan en torno a la vid.
Los creyentes ya somos sarmientos, ya estamos vinculados a la vid, ya estamos unidos a Cristo. Desde ahí, Jesús nos pide dos cosas: dar fruto y permanecer; podríamos decir «permanecer para dar fruto». Si no permanecemos, si dejamos de dar fruto, corremos el peligro de ser arrancados de la cepa.
En su origen, es posible que esta imagen de la vid sirviera para llamar a muchos creyentes a permanecer fieles a la Iglesia cuando eran tentados de pasarse a las nuevas sectas que iban surgiendo.
Ahora, el peligro tal vez está en desvincularse de la comunidad por pura desgana, por falta de pasión, por rutina, por una voluntad débil que el estado del bienestar ha creado en nosotros.
En estas semanas de tiempo pascual, serán muchos los niños que se acerquen por primera vez al sacramento de la Eucaristía: podrán comer el pan y beber el fruto de la vid. En ellos, como en todos nosotros, la clave estará en permanecer. ¿Cuántos seguirán acercándose a la comunión, cuántos se mantendrán unidos a la vid y darán fruto?