Decía Eladia Blázquez en su canción ‘Honrar la vida’ que “eso de durar y transcurrir no nos da derecho a presumir” y alguien debería ponérsela a las élites norteamericanas. En un país donde la política hace años que parece haberse convertido en una gerontocracia convertida en campo de juego exclusivo para los hombres mayores, es pertinente preguntarse sobre la calidad y el propósito de sus liderazgos. Joe Biden, nacido en 1942, y Donald Trump, en 1946, son ejemplos de una gerontocracia desvirtuada que parece más preocupada por perpetuarse en el poder que por servir a sus ciudadanos.
En los Estados Unidos, el ultraliberalismo ha impuesto una visión donde el éxito se mide en términos de longevidad y permanencia en el poder, como si sólo aquellos que han durado lo suficiente tuvieran el derecho de guiar a la nación y pertenecer a las élites. Dan el relevo cuando ya no pueden más. Y a los que les toca se les acaba pasando el arroz, y vuelve a empezar la rueda.
Llegan mayores a los puestos de poder y responsabilidad, y hacen lo que sea por perpetuarse. El establishment ha sido necesariamente mayor durante décadas, por aquello de tener la sabiduría y de que la experiencia es un grado, y porque cuando llegaban a la cúspide ya eran viejos.
Esta obsesión por la longevidad, sin embargo, no se traduce en una sociedad que valore y cuide adecuadamente a sus mayores. Muy al contrario, los ancianos a menudo son relegados a la soledad de las residencias, espacios que, a pesar de sus comodidades materiales, no pueden suplir el vacío emocional de la distancia familiar. Una vida que se vacía en una espiral ultraliberal y que ha devenido en un capitalismo voraz.
En contraste, países como Italia, España, Portugal, Grecia, etc. todavía piensan mayoritariamente que los mayores sólo merecen ver corretear a los nietos, viajar y llegar al final del camino con la máxima calidad de vida. Es común ver a varias generaciones viviendo bajo el mismo techo, compartiendo alegrías y tristezas, responsabilidades y cuidados, aunque últimamente esto sea más por necesidad que por decisión ética.
La moral mediterránea, con su énfasis en la familia y en la importancia de los mayores, hace que sean referentes, pero que se alejen del poder o, por lo menos, del visible y palpable. En lugar de venerar la longevidad como un fin en sí mismo, como una perpetuación en la élite del poder, se debería honrar la vida en su totalidad y respetar las etapas que tocan. Desde el punto de vista mediterráneo, se revuelven las entrañas cuando uno ve a Joe Biden en esas condiciones.
Y, además, la experiencia no es sinónimo de edad. O no debería serlo. Tal vez, si las élites norteamericanas adoptaran algo de esta forma de ver la vida de nuestras latitudes cercanas, podrían transformar una gerontocracia desvirtuada en una auténtica gerontocracia del bien común, donde los mayores sean, por supuesto, líderes longevos, con la auctoritas y el poso de la experiencia, pero también verdaderos receptores del bienestar social y alejados de aquellos puestos donde sus facultades ya no llegan. Déjenlos vivir su final a la sombra de un almendro o al sol del membrillo. Se trata, simplemente, de recuperar la humanidad, si es que queda algo de ella.