Existen determinadas épocas, incluso siglos, en que las artes y las letras cambiaron de naturaleza y de ambición, como sucedió en los primeros tiempos de nuestra historia. También, como, como no podía ser de otra manera, ocurrió en el resto del mundo. Cosa que bien sabemos por la Historia. Hablar de esto, nos lleva a clarificar tantos acontecimientos como han sucedido a la humanidad. “La aventura de Gilgamesh”, por ejemplo, es un caso que convendría tener en cuenta. Cada país se siente interpretado por la literatura y el arte de su tiempo. Para los poetas españoles del siglo de oro, Cervantes era un poeta de segunda fila y otros como Gutiérrez de Cetina o el manchego de Valdepeñas Bernardo de Valbuena tampoco fueron suficientemente valorados.
En la medida en que seamos capaces de aplicar nuestra circunstancia para agregar desde ella la experiencia de los demás habremos creado una ampliación de nuestro sistema imaginativo. Y a este tipo de lectura he dedicado algunas en estas tardes calurosas de agosto, y más concretamente a don José de Echegaray, premio nobel de literatura, el poeta más maltratado de nuestras letras españolas. En mis viajes a la ciudad de México, Cuba, Guatemala y otras naciones de aquel continente escuché cuál era el desprecio que literariamente se sentía por nuestro compatriota, fallecido en Madrid el 14 de septiembre de hace ahora ochenta y cuatro años, cuando España comenzaba “a estar sin pulso”, según pensaba la clase intelectual, y llevaban toda razón del mundo.
Va a hacer casi un siglo de todo esto. Un siglo de la muerte de José de Echegaray, del derrumbamiento del imperio español y de la llegada de la lengua española a las américas, un autor tan celebrado en aquellos países como también entre los españoles. Recuerdo mi admiración y amistad con el actor Ricardo Calvo, intérprete insuperable de José de Echegaray y de otros dramaturgos importantes de aquellos tiempos. Otro de los autores que gozaron de gran prestigio entre el público que acudía a los espectáculos teatrales era Joaquín Dicenta, el cual introdujo su drama “Juan José,” dando a conocer el teatro social en España. Siempre que se le entrevistaba se refería a este gran fenómeno escénico del “Juan José”,
Ramón Gómez de la Serna escribió en su biografía sobre Ramón María de Valle-Inclán que la palabra alta de los críticos del Noventa y Ocho era “admirable”, mientras que la baja era “imbécil”. Con la primera se aludía especialmente al ínclito Rubén Darío, lo cual me parece acertado desde cualquier punto de vista con su obra; la segunda, que se referían a don José de Echegaray, no puede parecerme acertada. No se trata de la palabra adecuada para definir al autor. Azorín, hoy tan olvidado, escribió en aquella época que en el periodo de 1870 a 1898 el teatro de Echegaray ha sugestionado al tipo medio del español y ha determinado en la sociedad literaria una porción de ramificaciones y derivaciones sumamente sutiles y complejas, que no debemos echar en olvido el empuje del dramaturgo, el primero que ganó el premio Nobel nacido en España.